
Recordé los rumores a la hora de estampar mi firma en el contrato, pero no hice mayor caso. Algún día se me habrá de quitar la tozudez.
A decir verdad, el suceso no fue algo dramático el primer día. Incluso, diría que me pasó inadvertido: sí, desperté con la exquisita imagen de una galleta de chocolate pegada detrás de mis párpados, pero, afortunadamente, entre las pocas cosas que sobrevivieron la mudanza había una caja de galletas surtidas y desahogué mis ganas sin dar importancia al hecho.
Sin embargo, ayer —apenas el segundo día— fue distinto: durante la noche, en lo más profundo de mis sueños, se me clavó un antojo intratable de comerme una cebolla morada a mordidas, como si fuera una manzana. Aún a oscuras abrí los ojos, puse un pie en el suelo y con la boca llena de ansias corrí hasta la cocina sólo para darme cuenta de que en el refrigerador apenas tenía dos limones y un bote de jugo de naranja. No había muchas opciones, así que vacié de un golpe las cajas en las que aún tenía empacadas las cosas de la despensa con la esperanza de encontrar una cebolla vasta y jugosa, pero nada.
Así, en pijama, salí de mi nueva casa y conduje, eludiendo los rojos de los semáforos, hasta los tres supermercados que hay en la ciudad. ¡Maldita suerte!: dos de ellos cerrados y, en el único abierto, un empleado ojeroso me hizo saber del desabasto del gozoso manjar que me estaba haciendo perder el juicio. Para entonces, una decena de granitos minúsculos me había brotado en la punta de la lengua como para avivar mi antojo. La primera luz del día me sorprendió babeando, en medio de la carretera que lleva a la ciudad vecina: doscientos kilómetros hirvientes en medio del desierto para que, al final, empleados con delantales de todos los colores me recitarán como una cachetada el mismo cuento de la inusitada escasez. Ante tales circunstancias, no dudé en comprar el mazo más grande que encontré en el área de ferretería del último supermercado y, montada en mi auto, deambulé por la ciudad tratando de adivinar, por lo pomposo de la fachada, la casa con la alacena más grande, en donde pudiera encontrar todavía una cebolla en el fondo de un cajón. Sin pensarlo, hubiera forzado la entrada por una ventana o de plano destruido con todas mis fuerzas alguna puerta, si no es por mi azarosa fortuna: en una esquina polvosa y vieja, al borde de la puerta de una tienda de abarrotes de otro siglo, yacía una caja de verduras marchitas. Justo en medio de unos tomates, que parecían más bien ciruelas pasas, estaba una cebolla morada, ajada pero hermosa, desecada pero deliciosa, que devoré sin atender el regaño del viejo abarrotero.
Hoy es el tercer día en esta casa perversa. Acabo de despertar y aún es de noche. Creo que aún puedo controlar el nuevo antojo, pero estoy francamente preocupada: en mis sueños me vi comiendo con delicadeza un suculento trozo de carne humana.
Muchas gracias, Alma Delia, por abrir tu espacio para que otros autores puedan dar a conocer su obra.
Es un placer, Ricardo fue alumno en uno de mis talleres y cuando el talento asoma, lo mejor es compartirlo 🙂
Suscribo. Gracias, Alma.
Contundente! Qué padre!
Y cuando despertó, el sueño seguía allí…
Gracias por el comentario. ¡Y a seguir escribiendo!
Me encanto, la manera sutil en que pasa de ser una historia cotidiana a un relato
de suspenso y terror, tan parecido a la obra y enseñanza de Edgar Allan Poe
Gracias por el comentario. Motivante.
¡Muchas felicidades, Ricardo!, recuerdo bien este cuento en el taller. ¡Excelente! Un abrazo.
Hola, Raúl. Gracias. Ya vendrán poco a poco más cuentos del taller a
este espacio. ¡Un abrazo!
Me imaginé el cuento ya en película!
Que imaginación. Genial!
Gracias a ambos por compartirlo.
Esperamos mas en un futuro.