Una baja las escaleras del edificio sola, con frío y con el pelo mojado, sin haber tomado café porque no queda nada en la cocina luego de semanas de ausencia, ¿y qué se encuentra?
Malas caras, ceños fruncidos y bocas contraídas a destajo.
Y el intento de sonrisa que le pones al vecino, al personal de vigilancia o al gringo de turno que hizo de tu barrio un airbnb astonishing! se desvanece en el acto porque nadie corresponde a tu gesto, ni en español ni en inglés, faltaba más. Entras a la cafetería y ni buenos días ni buena cara, subes al taxi y lo mismo, indiferencia escalofriante.
No sé por qué vivimos en una seriedad absurda y angustiosa que impusimos como etiqueta de conducta del espacio público.
Señalamientos junto al de No fumar que ordenaran No sonría encajarían perfectamente en algunos sitios que parecieran diseñados para que la gente tenga tremenda jeta de riñón todo el rato.
Cara de culo, decía mi abuela, a los que iban con los labios fruncidos las veinticuatro horas del día.
El enojo incendia los rostros, pero la seriedad los acribilla y afea con enorme eficiencia.
Sonreímos poco entre desconocidos y si alguien lo hace, damos por hecho que quiere algo de nosotros o que está loco. Si lo hacemos por inseguridad, por una reacción instintiva de defensa o porque no distinguimos un carajo de lo que ocurre en nuestro universo emocional, quién sabe.
El caso es que la regla de la no sonrisa se ha impuesto. Qué fea cosa.
Es verdad que también puede ocurrir que si sonríes con mayor franqueza, algún distraído crea que coqueteas, o si de plano te ríes a carcajada batiente, algún espíritu estrecho pensará que lo estás provocando con tu obscena alegría y te pedirá que te calles. Porque cómo va a ser. Hay gente que no tolera que otros se la pasen bien.
Ya en el taxi escucho en la radio flamantes segmentos noticiosos que relatan la furia de algunos indignados "sofisticados" contra otros "nacos" airosos por bailar a ritmo de sonidero en una plaza pública y, no puedo evitarlo, me gana la risa. Entonces el hombre al volante me mira con recelo.
Le pregunto al conductor si es parte del protocolo que pongan esa cara tan seria y responde que sí, que no sonríen porque las chicas los acusan de acoso, que no dan botellas de agua porque la gente los acusa de envenenamiento, que ya no abren la puerta porque las malignas feministas los acusan de machos, que no ofrecen dulces porque los acusan de insensibles ante la epidemia de obesidad que atormenta al país. Miro su rostro por el retrovisor para detectar si está bromeando pero me parece que la filípica que me tira viene desde su lado más sensato y razonable.
Luego es él quien toma el papel de policía y yo soy la interrogada, que por qué me llamo Compa Alma en mi perfil de la cuenta, que se le hizo raro, que estuvo a punto de cancelarme el servicio porque ellos también corren peligro con nosotros, que los usuarios podemos representar lo peor de la escena criminal de esta ciudad donde todo es posible. Pero que luego vio que era mujer y observó mi ropa (!) y decidió hacer el favor de llevarme.
Ay, ultramodernos. Y jodidos.
Con el corazón en franco derrumbe, elijo yo también guardar silencio y, pidiéndole perdón a mi abuela hasta el radiante y divertidísimo inframundo donde sé que seguirá soltando una de sus deliciosas carcajadas, pongo mi mejor cara de culo.
Qué puedo hacer, abuela, si sólo somos gente ordinaria tratando de sobrevivir. (A un nuevo año, el increíble 2025).
De todos modos, dentro de mí hay un amplio repertorio de risas burlonas, francas sonrisas y carcajadas escandalosas que, un día de estos, dejaré salir como un torrente incontenible en el lugar menos esperado. Y ojalá que nadie me pregunte de qué me río.
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Los cariculo, cabezechancho, entorpecedores de la alegría ajena han brotado como hongos el 1 de enero del 2025. ¿Será astrológico, será el nuevumano de la nuevera que es peor que el anterior, será el agotamiento ante el semejante, será que ya no ni pa’qué saludar? Reiré sin pudores, seguiré saludando desconocidos y siendo gentil con quien lo sea.
Ya ni pa qué saludar si todos nos casamos con el móvil :,)
Hola Alma:
Le escribo desde Michoacán, me regalaron su libro «La cabeza de mi padre», lo leí de un tirón. Quisiera comentarle muchas cosas, únicamente de momento precisar que el libro resultó muy especial para mi, dado que en mi casa han estado dos de las protagonistas y en cierta manera eso me hizo sentir como un espectador (no lector) especial. Gracias
Gracias por leer y por escribir, Alberto, bueno, si estás en Tepenahua supongo que conoces a mi madre y a mi hermana mayor. Un abrazo grande.