Era primero de mayo de 2020, me levanté muy temprano, a esa hora en que la mañana todavía no hiere con su luz y el cuerpo siente que existe una membrana que nos protege del afuera. Vivía en un departamento interior que inevitablemente convertía mi ventana en la ventana indiscreta.
El covid estaba a tope, crecían los contagios, miles de personas perdían la vida. El pánico arreciaba, nos encerrábamos en la casa y por la noche sentíamos miedo ante el menor carraspeo o dolor de cabeza.
Esa mañana vi al vecino desnudo, él no se dio cuenta; relaté en un texto que llamé “Encerrados y desnudos” y que pueden encontrar en este mismo portal, la ternura y sensación de pertenencia que me había provocado verlo en toda su imperfección, una mirada casi fraterna frente a esa imagen anti erótica. Recuerdo lo mucho que pensé en la incomodidad que regularmente siento frente a mi propia desnudez, en mi pudor para mostrar la piel, y en cómo ese pudor tuvo que romperse para mostrar el interior de nuestras casas en videos y teleconferencias cuando volver a las calles parecía imposible y exhibíamos paredes desnudas impecables o maltrechas, fondos de cocina lejanos a la imagen de una revista de decoración, libreros coloridos y desorganizados. Aquello era otra forma de desnudez, con la casa en pelotas, piel adentro.
Confieso que yo disfrutaba mirar esas venas y articulaciones inmobiliarias, poner atención más al espacio que al interlocutor en la pantalla del zoom. Luego llegaron los fondos de pantalla y aquello se fue al traste, pero había algo primitivo ahí, en mirar la cueva del otro, saber que el otro también estaba mirando.
Decía Gastón Bachelard en su Poética del espacio cómo nuestras casas representan el ser interior, cómo aquella primera casa-útero confiere a la sensación de estar contenido en un espacio cerrado la intención de refugio.
Y un día nuestro amigo se contagió, luego nuestra hermana, nuestra pareja, finalmente nosotros. Aquella pasarela de anuncios en las redes sociales “tengo covid” parecía una extraña comunión que, por un momento, nos hacía bajar la guardia, desear mejoría, mandar ánimos, recomendar cuidados.
Y millones murieron. Y el dolor de sus deudos es incuantificable.
Y, cosa increíble, en un año teníamos vacuna.
Aquí estamos, tres años después de aquel primero de mayo en que me senté a escribir sobre lo que sentía, la ansiedad, el estado infantil de una mente que pedía más y más comida, más azúcar; la irritabilidad, el desbordamiento de trabajo, los cubrebocas acumulados aquí y allá en los bolsillos de las chamarras, el gel antibacteriano y los dedos pringosos e insoportables.
Hoy, cinco de mayo del 2023, la Organización Mundial de la Salud ha decretado el fin de la emergencia internacional por covid y yo no salgo del asombro de que haya quien no esté dispuesto a permitirse la alegría de celebrarlo, la exhalación del dolor, la furia de la pérdida, algo, no sé, ese ritual que diga que sí, que un ciclo se ha cerrado.
Ya, ya sé que no se ha decretado el fin de la pandemia, pero cómo vamos a olvidar estos tres años de miedo, de comunión en la incertidumbre, de duelos y pérdidas, de anhelo constante de aquella “normalidad” por la que rogábamos para volver a pegar los cuerpos sudorosos en un concierto masivo.
Cómo olvidar a quienes atendieron enfermos arriesgando la vida, ayudaron a respirar a quienes no podían, a quienes reventados de dolor y cansancio enterraron cuerpos sin los rituales necesarios.
Tres años. Tres casas. Dejé aquel departamento donde vi al vecino, me mudé cerca del bosque, dejé aquel departamento y aquella relación, me mudé al sur cerca de los viveros de Coyoacán, dejé el sur y volví al bosque.
Cuánta erosión que imposibilita la calma. Parar. Mirar. Reconocer. Cuántas casas, qué cansancio. Cuánta vida.
Tres años y tanto. Tanto que vivimos, tanto que no aprendimos. Tanto que cambiamos, tanto que sigue igual.
Pero atravesamos estos más de mil días y merecemos reparar en ello, abrazarnos por las casi siete millones de personas que se contagiaron y no están aquí para contarlo.
Celebro con ustedes el motivo que tengan, cualquiera que ese sea, para sentir que es una fortuna estar vivos.
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Encerrados y desnudos lo puedes leer aquí: https://almadelia.mx/posmodernos-y-jodidos/encerrados-y-desnudos/
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