colección de columnas anteriores

Abrázame

Pixabay

Ha llegado el día, el momento en el que mi madre empieza a ser más pequeña que yo, más bajita de estatura.

Está encogiendo.

Tremenda cosa es comprender lo que eso significa.

Lo noto porque ahora, cada vez que nos vemos, lo único que quiero es abrazarla.

En ese abrazo que nos damos a manera de saludo nos quedamos detenidas un rato, como apalancadas una en la otra y de pronto nos mecemos involuntariamente.

Y yo tengo que agacharme un poco para estar a su altura.

Aún así su estatura es infinitamente superior a la mía.

Superior. Qué palabra tan estrecha para decir lo que quiero. No es que ella sea superior en el sentido de la verticalidad. Ella es más vasta, más oronda, más digna, más llena de experiencia y de una sabiduría amorosa potente como una selva húmeda, sí, como una selva alta.

Me he puesto a rumiar la imagen del abrazo con mi madre porque hace unos días, mientras corría, atestigüé una escena.

Delante de mí iba una mujer cercana a mi edad con una niña de alrededor de seis años. La mamá trotaba despacio y la niña trataba de mantenerse a su lado también trotando. Iban realmente lento, sin embargo, la diferencia de estatura era significativa en función de la escala pues la pequeña que tenía que dar dos o tres pasos por cada zancada de su madre. De repente la niña tropezó y, lógicamente, a esa velocidad importante para ella, derrapó sobre la pista impulsada por la inercia de su cuerpo en movimiento.

Una caída libre en términos de las leyes físicas.

Pero en términos del instinto, hizo sólo dos movimientos: primero usó sus manitas como freno y luego, casi de inmediato, las extendió hacia su mamá pidiendo un abrazo. Me sorprendió que no rompiera en llanto.

Y la madre le dijo “levántate, no llores, no pasa nada”.

En ese momento la niña soltó el llanto.

Las rebasé movida por el pudor y porque ya no podía seguir deteniendo el paso para presenciar la escena pero aún escuché cómo, en ese tono mitad didáctico y mitad cariñoso, la madre le explicaba: si no te calmas, no podemos seguir corriendo, te caíste porque no pusiste atención… la niña sólo repetía “abrázame”.

Y yo pensaba: pero eso ya lo sabe, que tiene que poner atención se lo enseñó la experiencia, el chingadazo. La niña nada más quiere que la abrace.

Claro, podrán argumentar que no soy madre y que yo qué sé, de acuerdo. Pero sí soy hija y también sé que los abrazos no hacen daño, todavía no hay estudios (por fortuna) que digan que abrazarnos hará involucionar al genoma humano.

Y también soy una jodida posmoderna —para honrar al título de este espacio— y sé que vivimos una epidemia de clasificaciones, conceptos, causas, efectos, metodologías, fobias y taxonomías que a veces, más que orientar, paralizan. Lo que no es antipedagógico, es hipercalórico o provoca cáncer; y lo que no provoca cáncer, induce trastornos de déficit de atención o alguna otra deficiencia cognitiva insospechada. No hay modo, pareciera que ahora para vivir, lo que se dice vivir, hay que convertirse en un bárbaro o en un outsider.

Otra cosa que también sé es que no corren tiempos fáciles, y si hay una trinchera que estaría bien procurar es la del abrazo, la del contacto físico. Sobre todo ahora que la revolución de la virtualidad vino a rompernos los vínculos reales de tal manera.

Seguí corriendo. Recordando los tantos abrazos de mi madre, de la vida. Pensando en lo importante que es tocar, tocarse. Lo tranquilizador que me resultaba que mi hermana tomara mi mano cuando cruzábamos la calle para ir a la escuela, era apenas tres años mayor que yo pero ese contacto me hacía sentir indudablemente protegida.

Pienso en el abrazo amoroso, ese abrazo de pareja que lo funde todo. En el malestar que se siente en el alma cuando pasan muchos días sin que nadie nos abrace.

Y me asusta imaginar que, si ya volamos en caballo blanco la fantasía de la inteligencia artificial y sus capacidades «artísticas», pronto podríamos convencernos de que el contacto corporal es perfectamente sustituible por alguno de esos desvaríos posmodernos y algorítmicos en los que ahora nos ha dado por creer.

Ojalá que no. Ojalá que en esto sí podamos escuchar al cuerpo y saber que no hay conjunto ordenado y finito de operaciones que calcule la sensación del abrazo.

*

GRACIAS POR TU AYUDA: Queridos lectores, ojalá puedan aportar 3 dólares para seguir publicando este contenido gratuito y constante. Den clic aquí para su aportación: https://www.patreon.com/almadelia?fan_landing=true@

¿Te gustó el artículo?

Alma Delia sostiene este portal de forma independiente, ayúdala a conservar el espacio mediante nuestro sistema de patrocinios (patreon). Haz clic aquí para ver cómo funciona. ¡Muchas gracias!

Alma Delia Murillo

Es escritora, autora de los libros Cuentos de maldad (y uno que otro maldito) y El niño que fuimos bajo el sello de Alfaguara; Las noches habitadas (Editorial Planeta) y Damas de caza (Plaza y Valdés). Colabora en El Reforma, The Washington Post, El Malpensante, Confabulario de El Universal, Revista GQ y otros medios. Desarrolla guiones para cine y teleseries. Autora de las audioseries y podcasts en Amazon Audible: Diario la libro, Ciudad de abajo, Conversaciones, El amor es un bono navideño.

10 Comments

  1. Celia Estela Mojica Cervantes

    Mi madre no decía hola hija, o qué bueno verte, ella abría los brazos siempre que la visitábamos y ese era el preámbulo apenas. Gracias por traerme a cuenta los muchos momentos. Abrazo de éstos que no saben igual.

  2. Los abrazos son un apapacho alma sin duda, pero los brazos de mamá son un bálsamo.
    Dios guarde la hora.
    Te abrazo en la distancia mi Alma Delia querida.

  3. Maricela Martínez

    El mejor remedio para todos los males y lo más alentador para todos los bienes son siempre los brazos de mamá… desde siempre tan elocuente estimada Delia, gracias por el “ojo de Remi” un día antes del no abrazo…

  4. Dichosos los que tiene y pueden abrazar a su mami, mi madre no sabía leer, era muy inteligente, nos revisaba tarea, calificaciones, nos ponía a leer, hablaba dialecto, antes era otomí, con quienes no sabían hablar castellano, pero la sigo amando, y cuando la visito, selo digo, disfrútenla, denle mucho, en exageración, hasta que dula, amor

  5. Arturo Mendoza

    Cuando estás en la distancia, más extrañas este abrazo. Suspirando por la primera oportunidad de volver a er y abrazar a mi madre. Gracias por el texto.

  6. Alma del alma de muchos de tus lectores. Todavía puedo abrazar a mi madre y también me toca recibir el abrazo de la mejor versión de mí, mi hijo. Ahora ya no tengo el de mi Abuela materna, mi otra mamá. Nunca sobra un abrazo de un amig@, creo que el humano invento el ABRAZO para cuando te quedaba la duda entre saludar o besar al humano que tenían enfrente. Recibe un «abrazo sin soltar».

  7. Son duda alguna, el abrazo y la expresión emocional deberían normalizarse, es el grito automático del ser humano por sentirse aceptado, amado, mezclado, conducido, incluido y perteneciente. Sobre todo en nosotros los hombres, normalizar que podemos abrazar y podemos expresar físicamente amor. Bello texto

  8. Cuando salgamos de esta, ya lo creo que nos vamos a abrazar.
    De momento, desde aquí, te doy un abrazo bien grande.

  9. Javier Jimenez

    Alma Delia:
    Me convertí en un admirador tuyo después de leer el 17 de abril en Reforma «Quiénes son los miserables».
    Después al seguirte en esta, tu página confirmé mi admiración.
    Este artículo es extraordinario, y debiera ser leído por mucha gente que como yo, no sabe abrazar.
    A partir de ahora me propongo redoblar mis esfuerzos por aprender.
    Saludos

  10. Wow, cuando escribiste tu novela maravillosa sobre tu padre «quemante», siento que fue para cerrar un ciclo. Todo tiene un sentido ¿pero quien nos lo explica? Contar tu historia pienso que tiene un propósito de crear o recrear este sentido. La narrativa de lo que paso o pudo pasar, de tu mundo posible, como te reinventaste y reconstruiste.

Leave a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*