La voracidad y descontrol de quienes ejercemos el castigo desde la corte digital no es menor a la de quien comete un desliz que consideramos incorrecto o violento.
Dice la filósofa María Zambrano que, a menudo, la esperanza agoniza en una sociedad porque la esperanza no siempre sabe lo que pide, “a veces no sabemos qué es lo que clama por realizarse en nosotros”.
Nosotros juzgamos, dictamos sentencia, opinamos desde nuestra muy encumbrada idea de moralidad propia, nos indignamos episódicamente, obtenemos la recompensa de creer que se hizo justicia y luego olvidamos. Me parece que, en la raíz de esto, hay una enorme falta de perspectiva. Somos, como nunca, el ojo que no sólo no ve el paisaje sino que no se mira a sí mismo.
Por referir un caso: en el papelón que recién desempeñó Will Smith, resultó tanto o más notoria la desesperación con la que necesitamos asumir una postura fiera, punitiva y estridente que el evento mismo. Pasaron las horas, los días, y la tendencia se esfumó como se han esfumado todas y cada una de las fiebres digitales que hacen arder las redes. Luego el actor (o el personaje público en turno) pide perdón, pierde contratos, desaparece de las pantallas por un tiempo y nos sentimos satisfechos.
Hay algo que causa pudor —al menos a mí— en este circuito inquebrantable que hemos diseñado. Vamos limando nuestra capacidad de empatía y de comprensión de la condición humana conforme nos vamos volviendo una sociedad que exige disculpas, que considera que quien se equivoca está obligado a pedirnos perdón y a rendirnos cuentas.
Quien se equivoca hoy recibe el latigazo del componente principal de la vergüenza: la audiencia, el público, el pueblo, la aldea… Está castigado y exhibido ante una masa nebulosa o monstruo de las mil cabezas, lo que insistimos en llamar opinión pública pero que cada vez más se acota a “los usuarios de las redes”. Los mecanismos de vergüenza pública no funcionan sin una audiencia ofendida, moralizada y moralizante. Mira tú por dónde, nuevo milenio.
Lo que más me perturba es pensar que esos llamados usuarios, opinión pública o generadores de la tendencia, no somos otra cosa que consumidores y aquí es donde destella la tremenda paradoja: las plataformas ganan, las marcas ganan, ajustan su postura y catálogos según corresponda pero nunca pierden porque si dejan de producir una serie o una película no hay pérdida, hay una estrategia de marketing, una administración del branding, un posicionamiento que cambiará tantas veces como han cambiado de empaque todos los productos de todas las industrias según sea más barato, más conveniente, más vistoso, más rentable y más vendedor.
Otro factor profundo que hace que el mecanismo funcione, que nos deja entre satisfechos y contentos, es aquello que Nietzsche anticipó como la muerte de Dios que no es otra cosa que la muerte del Absoluto y que, insisto, nos ha llevado a esta bacanal dosmilera en la que todos estamos ciertos de habernos elevado a dioses de la tolerancia, de las creencias gregarias y con las que —desde la pulverización— queremos convertirnos en una sociedad incluyente y alardeamos de ello sin detenernos a observar que somos la serpiente mordiéndose la cola. Ironía pura: adoctrinamos la tolerancia a punta de linchamientos, la paz a punta de castigo y la sensibilidad a punta cancelación.
Es esa muerte de los valores absolutos la que nos ha arrojado a esta feria de valores relativos donde comparamos lo frívolo con lo estructural y las opiniones con los actos. Juzgamos a quien “piensa” algo que nos desgrada como si lo hubiera “hecho”, aunque sólo se trate de una opinión (tan retrógrada, nefasta o burda como quieran pero sólo opinión al fin). Nosotros consideramos punible todo acto o pensamiento que no se apegue a lo que la tremenda corte dicta. Y si la acción realmente sucede, como en el caso de Will Smith, la relativizamos a tal grado que lo que termina volviéndola relevante no es la acción misma sino la avalancha de opiniones que vertemos sobre ella.
“Dios ha muerto. Lo matamos nosotros que también lo habíamos creado”. Qué cosa vivir en tiempos donde los dioses se crean y mueren cada dos horas o a ritmo de cambio de algoritmo digital. Me pregunto cuándo llegará el desengaño de nuestra pretendida idea de justicia, cómo reaccionaremos cuando el tiempo nos muestre que quizá estamos haciendo exactamente lo contrario de lo que queríamos.
Cierro con esto de la siempre deslumbrante María Zambrano: La historia de la criatura humana partiendo del horror del nacimiento es una lucha entre el desengaño y la esperanza, entre realidades posibles y ensueños imposibles, entre medida y delirio (…) cuando la razón se ha embriagado, el despertar es entrar en realidad.
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Cuantas cosas hacemos o pensamos que no tomamos en cuenta pero tú con ese don que tienes si las ves y no las pones enfrente para que las analicemos, gracias por tantas situaciones que cada ocho días nos muestras
¡No! ningún don, sólo hace falta cerrar el pico y mirar… jaja. Un abrazo, José Pablo, gracias por leer.
Estimada Alma Delia, en este caos creado por las audiencias digitales (de las que en este momento estoy formando parte), no creo existe la posibilidad de la mesura y la comprensión. Eso de juzgar y opinar de personas a las que no hemos tratado en persona es alucinante, ¿Cómo podríamos colocar en la balanza de la vida, un momento, una idea, contra la posibilidad e historia de una persona? Pero nos divierte y en algunos casos produce renta.
El mundillo digital tiene algunas ventajas, de vez en cuando asoman ideas maravillosas, imágenes reveladoras, inspiración para seguir el camino y eso es todo.