Cuando pienso en los dulces de mi infancia, la imagen es esta: mis hermanos, mis amigas y yo con la lengua roja por el caramelo de la paleta nuclear que consumíamos con avidez mientras sorbíamos el moco que el relleno picoso liberaba de nuestras narices y otras cavidades infantiles.
Ese happening personal también tenía un sonido: uf, uf, uf a ritmo taquicárdico resultado de la enchilada que nos dábamos porque luego de la paleta, venía una pulpa de tamarindo cubierta de azúcar glas y unas esferas de caramelo macizo que llamábamos canelitas y que eran mis preferidas.
Otras veces los festines eran con unas frituras llamadas Cazares o con bolsas de cacahuates japoneses bañados en salsa valentina. Ahora mismo estoy salivando por esa valentina.
Toda tribu tiene sus ritos iniciáticos, y el asunto demencial de los mexicanos con los sabores picantes, ácidos y extremos; empieza en la niñez.
El temple de nuestro paladar inicia y se pone a prueba cuando descubrimos el paraíso del acidito, el tamarindo, el chicle con centro efervescente, el chamoy en sobrecito y los caramelos rellenos de polvo ascórbico; es así como probamos que nuestras papilas gustativas, flora intestinal y recubrimiento del estómago estarán listos para cuando llegue el día de ordenar una birria con chile serrano, vaciar dos o tres cucharadas de habanero en la tostada de pulpo o atacar a mordidas el chile toreado que pedimos junto a la arrachera que, en el paroxismo del picor, viene acompañada de enchiladas de mole. ¿Mencioné las cebollitas encurtidas en vinagre?
Desde pequeños somos unos salvajes entregados al picante y los irritantes. Las caras que hacían los niños españoles —había un par en el barrio— cuando les invitábamos esas bombas molotov eran para morirse de risa. A punto de la parálisis facial o como si una esclerosis múltiple les hubiera atacado, retorcían los ojos y la boca chupando el sobre de Salim o masticando las bolas de tamarindo que además llamábamos “tarugos”. Los dedos teñidos de naranja por el colorante de todo nuestro chatarrero de maíz eran también muy dignos de observar en aquella gente de ultramar que no salía del pasmo. Ni hablar de su expresión cuando nos veían comer cráneos de azúcar en miniatura.
Hay que decirlo: nuestro particular entendimiento de lo que llamamos dulces y caramelos raya en lo psicodélico. A ver, desniéguenmelo.
Aquél paraíso se quedó lejos pero hacer el recuento me trajo a la memoria el sufrimiento que padecí la primera vez que intenté escribir sobre esto.
Tenía siete años y me lancé con una composición sobre el Día de Muertos que comenzaba diciendo: Los niños mexicanos comemos chilito, limón y cráneos dulces.
A la maestra Pera (apócope de Esperanza pero de eso nada) que no me quería y que regañaba con una violencia perturbadora, le irritó mi licencia poética y me corrigió diciendo que no comíamos cráneos sino calaveritas. Me mandó al pupitre y me indicó que volviera a empezar.
Supongo que esa fue mi primera angustiante hoja en blanco. O la primera que recuerdo. Pasaron las horas y yo paralizada, si cambiaba lo de comer “cráneos dulces” por “calaveritas” mi composición no avanzaba ni se sostenía.
Los demás niños terminaron y entregaron sus calaveritas rimando coco con loco y gato con plato. Y yo, nada.
Quedé fuera de la actividad, del concurso y de los premios. Estuve triste toda la tarde. Pero luego me consolé pensando que mi silencio había sido lo mejor porque planeaba rematar mi escrito con la frase que mi abuela repetía cuando nos veía comiendo esos dulces ácidos y picantes: éntrenle, nomás no se pongan a llorar cuando vayan al baño y les arda la cola.
La maestra Pera me habría expulsado de la clase, supongo.
Pero hoy puedo escribir las palabras a mi antojo. Sé que Pera se ha convertido en una calaverita que viene del latin “calvaria” y cuyo significado original es cuerpo pelado, pero luego se aplicó también a cráneo. O sea que sí: comemos cráneos dulces. Y ahora mismo, con las papilas gustativas en ardientes picores, deseo que el cráneo de la que fue mi maestra —aunque no muy dulce— descanse en paz.
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Jaja. Habrá que volver a este artículo en noviembre.
Justo hicimos calaveritas literarias con mis grupos y aunque algunas no rimaban bien se divirtieron.
Que pena por Pera, no soporto XD