posmodernos y jodidos

La mesa de siempre

Me hubiera gustado ser asesino, cirquero o soldado, y soy, en cambio, un grotesco muñeco de trapo: lívido, enclenque, sin ninguna belleza.
—La noche del muñeco, Francisco Tario

Carlos es un hombre de vicios y manías, como todos los escritores. Pero es mi escritor y lo amo sin remedio, es decir que, también sin remedio, lo odio profundamente.

Amo la forma en que su pulso se acelera cuando encuentra algo que lo sorprende en sus propias historias: la salida para la imposible trama en la que él mismo se había encerrado, una emoción propia o robada, la voz de un “personaje entrañable” como suelen decir los ignorantes periodistas culturales que usan adjetivos prefabricados para cubrir la falta de que en realidad no leen ni en defensa propia.

Eso lo irrita, a mi Carlos. Veo el gesto de tipo serio que se transforma en mueca agria cuando lee reseñas elogiosas que él detesta porque él detesta casi todo, pero más que ninguna otra cosa, que los periodistas no lean.

Así que llega todas las mañanas oloroso a loción de cítricos y a testosterona, saluda amable pero con distancia a las meseras que se derriten mirándolo y camina mientras una —la más guapa— camina solícita junto a él. “La mesa de siempre, ¿verdad?”

Y esa soy yo. La mesa de siempre. Estoy justo donde desembocan las escaleras, donde se recibe la mejor luz de este local que se anuncia como cafetería-librería-bar.

Tal vez Carlos no lo ha notado, tremenda decepción viniendo de un escritor que se supone debería observarlo todo y tener una sensibilidad extraordinaria, pero lo cierto es que cada vez que llega yo me cimbro un poco. No puedo evitarlo. Es que me gusta demasiado, es obscenamente atractivo, rígido y elástico, contraído en el rostro pero con una soltura matadora en el cuerpo, y tiene unas manos que si Rodin viviera, le suplicaría que le dejara esculpirlas porque simplemente son perfectas.

Arrastra una silla y me pone más atención a mí que a Karla —la mesera guapa que de verdad lo es pero también es vulgar sin remedio—, se sienta, exhala ese aliento denso de hombre inteligente y ordena un café americano y un agua mineral, para empezar.

Luego posa sus brazos poblados de vellos como espigas de trigo sobre mi superficie y ladea un poco la cabeza mirando hacia la ventana. Apenas unos segundos se permite esa distracción porque mi hombre es disciplinado. 

Yo lo sigo atenta, inmóvil —qué remedio— y anticipo sus movimientos parcos y puntuales para sacar la computadora, la libretita desgastada, el lápiz. Abre la computadura y de inmediato empuja la montura de sus gafas de pasta gruesa. Uf. Me matan esas gafas negras que remarcan el azul de sus ojos inteligentes y tiernos a la vez.

Estoy segura de que Carlos es absolutamente inconsciente de que es una belleza masculina de antología porque no es un engreído. Al contrario, he visto cómo se vuelve tímido cuando una mujer le gusta. Tímido y torpe. Apenas se atreve a adelantar un coqueteo cuando la chica de enfrente, desesperada, ya se ha bajado el escote, subido la falda y ampliado la sonrisa a su máximo posible. 

Antes de empezar a teclear coloca la mano derecha sobre mí, deja la izquierda en el teclado. Siento su ritmo cardiaco tranquilo, acompasado. Su silencio lleno. Justo cuando llega el café, empieza a escribir.

Yo me esfuerzo por subir la temperatura de mis bloques de madera para ayudar a que el café no se enfríe, sé que no le gusta si no está bien caliente. 

Estoy impaciente, aguzando el oído, esperando a que ocurra el momento que más me gusta: que comience a leer en voz alta —en realidad apenas audible para él y para mí— lo que va escribiendo.

Ahí es cuando quisiera conjurar a todas las hadas y los demonios, dar lo que fuera a cambio de volverme humana. De convertirme en alguien que podría amar a Carlos de verdad, enfrentar el desafío de vivir con él. Enredar mis piernas a las suyas por las noches, mandarlo a la mierda cuando me cansara su egoísmo de escritor, recorrer con mi lengua esos brazos poblados de espigas de trigo, chuparle los dedos. Odiarlo también de cuerpo presente.

Pero soy una mesa. Una estúpida mesa.

Bueno, sobre ese último punto debo corregir, quizá soy más inteligente que un montón de personas tontas del culo que he visto pasar por aquí durante años—y tengo por testigas cercanas a las sillas que me acompañan.

Veintidós minutos justos. El café está por la mitad. La euforia con la que atacó la primera cuartilla se detiene. Entonces levanta la mano. La guapa sin fondo viene, ¿su omelette de queso feta con espinacas?, Carlos asiente. 

Ella limpia innecesariamente mi piel con un trapo rasposo y húmedo para estar más tiempo cerca de Carlos. Estoy limpia, quiero decirle —suéltame, mesera idiota, me lastimas. 

Podría defenderme pero no quiero. Aguanto estoica, comprendiendo a los bebés que se echan a llorar o vomitan encima de quienes los tocan contra su voluntad.

Carlos está ahí, quieto, esperando a que llegue la omelette. 

Entonces percibo algo y sé que hoy es un día extraordinario. Esto sólo ha pasado dos veces desde que mantenemos esta relación. Bueno, desde que yo vivo para esta relación y son ya cuatro años. Carlos está escribiendo algo que le pone, que lo excita. Entre la oscuridad de mi cara interior y su pantalón veo cómo crece una erección de la que sólo yo soy testigo.

Vuelvo a cimbrarme. Él mueve una pierna, sé que está incómodo pero encantado. La erección es la garantía infalible de que ha escrito algo bueno, algo realmente erótico que bajará de la garganta a la entrepierna de sus lectores.

Y ahí estoy yo, con este dolor del tablero hasta las patas porque el deseo duele.

Llega la omelette, él se concentra, la erección pasa. Da un largo trago a su agua mineral. Desayuna y escribe al mismo tiempo, come un poco, se limpia, vuelve a las teclas, da un trago al café, vuelve a las teclas, se acuerda de la omelette y da otro bocado… lo amo. Lo amo.

Exactamente cuatro horas después, mi bestia creativa está pletórica y lista para retirarse antes de que llegue la masa humana que atiborrará las mesas para el momento de la comida. A Carlos le intimida la gente, desde luego. Noto cómo empieza a llevarse, involuntariamente y con breves intervalos, la mano derecha a la oreja mientras teclea con la mano izquierda.

¿Dije ya que es zurdo? Pues sí, es siniestro. Y eso es perfecto. Porque yo soy siniestra.

Cierra la tapa de la computadora. Anota algo con su preciosa caligrafía indescifrable en su libreta que guarda en la back pack y antes de levantar la mano para pedir la cuenta, recuesta la cabeza poniendo la oreja izquierda sobre la computadora de tal manera que la barbilla y su aliento se posan sobre mí. Permanece así algunos segundos y susurra “gracias”.

Tengo que congelar todas mis moléculas porque estoy a punto de saltar, de hacer saltar mi propio cuerpo y el suyo. ¿Me hablaba a mí? ¿le hablaba a su computadora? ¿hablaba sólo para sí mismo?

Me cuesta renunciar a la idea de que me hablaba a mí. Me quiero morir pero cómo se muere una mesa. Una maldita mesa.

Llega la tarde. Una horda de seres grises entran y salen del lugar, hacen ruido, golpean las cucharas contra las tazas, se tiran pedos, atacan las canastas de pan como pordioseros antes de que lleguen sus platos, hablan de negocios enfundados en horrendas camisas oficineras o simplemente ponen la mirada en un punto fijo y comen como si no comieran. En fin, una pasarela de gente que si pudiera llevaría un brazalete de “buena persona”. Y ese certificado de ordinaria y buena persona es como si fuera su tercer ojo. Su modo más sotifisticado de ver el mundo. Una calamidad.

También veo a otros escritores pasar por aquí, por suerte una prefiere la mesa grande, la del sillón amplio, y el otro cruza de largo hasta el área de fumar.

Cuando son las doce de la noche y por fin apagan las luces y salen los que hacen el corte de caja —eran amantes hasta hace un mes pero según entiendo los descubrieron sus respectivos esposos— todo queda sumido en ese ronroneo nocturno. Ese zumbido suave de los refrigeradores, el arrullo de los pocos autos que circulan por la calle. Yo dedico mi último pensamiento a él. Lo de hoy fue bellísimo, su verga levantándose bajo el pantalón como un animalito desperezándose. Un pensamiento delicioso para antes de dormir.

Es la mañana siguiente y aquí estamos todos de nuevo. Cada cual con lo que tiene, ellos su desaprovechada humanidad y yo un estúpido cuerpo de madera.

Carlos llega a la misma hora pero apenas verlo sé que algo anda mal. Su rostro brilla, se ha distentido ese rictus de seriedad y una plácida sonrisa de tonto feliz se preconfigura en sus labios. Hasta diría que su andar es un poco saltarín, con demasiada energía. No. Ese no es mi hombre.

Luego de sacar la computadora y la libreta, hace algo inaudito: pone el teléfono móvil a un lado. Escribe desconcentrado, se asoma al teléfono cada tanto pero no llama ni manda mensajes. No entiendo. ¿Qué le está pasando?

Termina su jornada y lo veo alejarse con esos nuevos pasitos extraños, alegres y torpes.

La tarde es como siempre pero la noche es inquieta, una intensa lluvia de julio me mantiene despierta, rayos, alarmas de autos que se activan con los truenos, indescifrables olores que producen los seres humanos y que sólo surgen cuando la lluvia los llama. 

Es la mañana siguiente y aquí estamos todos de nuevo. Menos Carlos.

No ha llegado y ya son las doce. Se acerca la hora de la comida y sé que no vendrá. ¿Dónde estás, Carlos? 

Las horas sin él me ha hecho reparar en la espantosa música que ponen aquí, seudo jazz, seudo rock, seudo ritmos latinos… todo matizado por una aplanadora de cantantes laxos y ritmos amansa espíritus que provocan depresión.

¿Dónde demonios está? No puedo con este desacato. Maldita incertidumbre. ¿Dónde estás, Carlos?

Otra noche sin dormir, otra mañana sin él. A la angustia de su ausencia tengo que sumar el intolerable hecho de que el otro escritorcete que anda por aquí ha venido a sentarse en el lugar de mi Carlos. No lo soporto. Siempre con gesto de superioridad lingüística, escribe dos párrafos y habla media hora con un amigo al que le repite hasta el cansancio la calidad y el precio del whisky que bebió la noche anterior. Luego vuelve a su máscara de genio de la literatura. Ordena platos y bebidas después de preguntar detalladamente sobre la guarnición… todo lo prueba con disgusto complaciente, como confirmando que nada está a la altura de su paladar. Cuando por fin se larga me quedo tan agotada de él que celebro ser una estúpida mesa y no un estúpido escritor.

Han pasado siete días y de Carlos ni sus luces. El usurpador ya se instaló en su lugar y no me ha quedado más remedio que arruinarle los textos: cuando lo veo concentrado hago derramar el café, tiro la cuchara o vuelo la servilleta de papel directo a su cara de falso erudito. Lo cierto es que no se pierde nada, su escritura es tiesa e impostada como su rostro y llena de adjetivos innecesarios pero sofisticados que me provocan más sopor que la mala música que ponen aquí. 

¿Dónde estás, Carlos?

Estamos comenzando el mes de agosto y mi amor no ha vuelto. El usurpador es un redomado imbécil. Le he provocado heridas con astillas del tablero en las puntas de los dedos, le he derramado el agua podrida del florero en sus anticuados mocasines de piel y hasta en el cargador de su computadora pero aquí sigue. En la llamada de hoy le contó al amigo —debe ser un santo para tolerarlo, que se siente perseguido, nervioso, que le han vuelto los ataques de pánico, al principio creyó que era por dejar de fumar pero ahora ha pensado pedirle una cita a su psiquiatra y dejar, por fin, la cocaína que además es buenísima y carísima como el whisky de dieciocho años que bebió la noche anterior… puaf, una calamidad de egocentrismo y sequía este pobre señor.

Que odia esta cafetería de cuarta y estos sillones baratos y esta mesa dura que no es vintage sino vieja y… No. Lo. Soporto.

Cuando se levanta logro moverme lo suficiente para provocarle una zancadilla, yo quería que fuera menor, pero su cabeza ha ido a dar contra la esquina de la mesa de enfrente y sangra, cuando se levanta veo que se ha llevado un buen golpe. Me gustaría decir que lo lamento pero no, supongo que no volverá en un buen rato. Si no es que nunca.

Es el tercer lunes de agosto, mes cruel de verdad y no como el abril del poeta T.S. Elliot que tanto le gusta a mi Carlos.

El reloj de pared marca las 11:23 am cuando por el desemboco de las escaleras sube junto con el azul de sus ojos, todo el azul del cielo. Ahí está.

Has vuelto, mi amor, has vuelto.

La luz de mi felicidad pronto se convierte en abismo. Detrás de Carlos aparece una morena esmirriada, tan poquita cosa pero con una sonrisa espléndida, ni cómo negarlo. Carlos la mira como nunca miró a nadie, le da la mano y le pone la cabeza en el cuello, susurra algo. Juntos avanzan hacia mí y se sientan uno al lado del otro, ni siquiera frente a frente, no. Juntos. Como esos púberes efervescentes de hormonas que no toleran estar a distancia del cuerpo amado más de medio metro porque constituye toda una tragedia romántica. Agh. Siento algo que no sé ni cómo se llama.

Apenas ordenan un café y empiezan a besarse. Bajo la oscuridad de mis tablones y entre su pantalón hay un erección verdadera. No ha escrito nada, ella ni siquiera lo ha tocado y ahí está toda su animalidad despertando por una pequeña mujer de ojillos brillantes.

Me quiero morir. Pero cómo se muere una estúpida mesa.

La rutina ha cambiado. Carlos llega a la hora de antes, pero sólo escribe dos horas justas y entonces aparece ella. Besos, arrumacos, carcajadas. A veces se quedan a comer y otras salen corriendo a no sé dónde carajos.

Estúpida ella que no comprende lo que está arruinando. Estúpido él que por una cosita de cincuenta kilos ha preferido renunciar a dos horas de escritura de su novela, cuando por fin estábamos creando algo verdaderamente bueno.

Las pocas veces que alcanza a leer en voz alta confirmo que aún tiene el don. Escribe con verdad, con fiereza, siempre al servicio de la historia y empujando con sus emociones hasta que aparece la cucarachita sonriente y entonces todo se va a la mierda.

Hoy es viernes. Las lluvias han traído algunos días de humedad, en estos días Carlos usa una extraña chamarra de cuero pero con las mangas de un tejido grueso. Le queda bien, lo reconozco.

Las dos horas ha estado muy distraído, apenas escribe, compulsivamente revisa el teléfono para ver si tiene mensajes de la cucaracha. Han tenido su primera pelea, ya era hora. Pero qué decepción. Carlos, en lugar de aprovechar el impulso del desasosiego para escribir algo bueno se ha dedicado a rogar como un pordiosero para que doña sonrisitas lo perdone. 

Finalmente ella cede, a Carlos le cambia la cara, comienza a guardar apresuradamente sus cosas para ir a encontrarla. Yo estoy furiosa, con las astillas que lastimé al usurpador atoro el tejido de la manga de Carlos que al arranca de un tirón, cuando nota que la prenda se ha hecho daño suelta un “estúpida mesa”.

Estúpida mesa. Ha dicho.

No puedo evitarlo, cuando se pone de pie y avanza un paso me cierro frente a él haciéndolo caer con tal descontrol que no sé cómo rueda escaleras abajo mientras el teléfono que ha soltado le gana la carrera haciendo un sonido seco cuando encuentra el piso de abajo.

Luego hay otro golpe,  se escucha un  potente rebote que sólo una cabeza humana produce. Silencio. Y caos. Gerente, meseros, comensales, todos corren a ayudarlo pero me parece que Carlos ya no los escucha. Que la morena se quedará esperando toda la vida.

Me gustaría decir que lo siento pero él ya había renunciado. Supongo que no me queda más que esperar a que aparezca otro. O quizá otra. Alguien con verdadera pasión y talento, alguien que de verdad escriba y que sepa que no estamos jugando.


*Este relato pertenece al libro "Cuentos de maldad y uno que otro maldito" de Alma Delia Murillo.

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Alma Delia Murillo

Es escritora, autora de los libros Cuentos de maldad (y uno que otro maldito) y El niño que fuimos bajo el sello de Alfaguara; Las noches habitadas (Editorial Planeta) y Damas de caza (Plaza y Valdés). Colabora en El Reforma, The Washington Post, El Malpensante, Confabulario de El Universal, Revista GQ y otros medios. Desarrolla guiones para cine y teleseries. Autora de las audioseries y podcasts en Amazon Audible: Diario la libro, Ciudad de abajo, Conversaciones, El amor es un bono navideño.

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