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Si alguien va a morir, más te vale que no seas tú. Un relato de Jaina Pereyra

Imagen tomada de Pixabay

Rubén tiene 12 años. Su voz empieza a delatar el tránsito hacia la adultez. Es flaquito. Pesa apenas unos 38 kilos y es, por mucho, el niño más veloz en Copalillo, Guerrero.

170 segundos del tope de afuera de su casa a la tienda de don Rafa. 220 de la tienda a la vulcanizadora. En 6 minutos cruza el caserío y en 13 llega al siguiente pueblo. “Pinche mosco, ni los coches llegan tan rápido”, le decía su hermano Mario y lo hacía sentir superpoderoso.  

Pasaba los días mosquiteando de un punto a otro, poniéndose el reto de disminuir la velocidad en cada trayecto. A veces se imaginaba corriendo en las olimpiadas, cruzando la meta entre los aplausos de la multitud, como había hecho Usain Bolt en la tele de la vulcanizadora. A veces su imaginación era más ambiciosa y se pensaba un superhéroe como Flash, salvando cachorros de ser atropellados, combatiendo el crimen, previniendo desastres. Todo a la velocidad de la luz.

Wum, wum, wum iba de un lado a otro, hasta que un día lo mandó llamar su primo Moisés. Quería que trabajara para él y sus amigos. Debía sentarse en la carretera y ver pasar los coches. Si se acercaba una camioneta azul o verde, tenía que correr a to-da-ve-lo-ci-dad (insistió Moisés) y avisarle al dueño del taller para que él le avisara a Donato (hermano menor y heredero de Moisés, si, dios no lo quisiera, algún día moría o lo metían al bote).

“Tengo que decirle a mi mamá”, le dijo Rubén, sin ganas de aceptar. Ella le había advertido que se alejara de Moisés: “Lo van a matar. No te quiero cerca. Si alguien más se va a morir en esta familia, más te vale que no seas tú”. Se lo dijo muy seria el día que supo que su hermano muerto y su hermana desaparecida habían estado cerca de Moisés. Pero esa noche, sin voltearlo a ver siquiera, su mamá le dijo que estaba bien, que trabajara con él. Nunca entendió por qué.

Así se le acabó lo de soñar con medallas olímpicas.

De mosquito pasó a ser mosca de panteón. Sentado bajo el sol, pateando palitos a la carretera, viendo el polvo arremolinarse en cada llanta que pasaba. Más o menos una vez a la semana tenía que salir disparado a avisar que venían los marinos. O el ejército. O la policía federal. Un día unos de una pick up le preguntaron cómo llegar a la autopista. Rubén se quedó helado. Ésos que Moisés decía que eran su peor enemigo le habían invitado un refresco. Eran igual de pobres que él. Mucho más pobres que Moisés. Pero más buena onda. Sintió feo de acusarlos; de saber que los muchachos del pueblo los secuestrarían, los torturarían y los matarían.

Y un día pasó. Como pasa todos los días en esos pueblos de Guerrero. Y de Michoacán. Y de Tamaulipas. Pasó lo peor que le iba a pasar en la vida. O eso creía. Rubén se quedó dormido bajo el sol. Lo despertó el sonido de los balazos. Ta-ta-ta-ta-ta-ta. Otra vez. Ta-ta-ta-ta-ta-ta. ¡Madres! Sirenas. Más balazos. El acelerón del carro tuneado de Donato. Los iban a matar. ¿Los habían matado? Zuuuuum, comenzó a aletear con las piernas.

Corrió y corrió y corrió.

El aire era pesado. Lo asfixiaba. Los pulmones tapados de polvo. No podía respirar.

Wum. Wum. Wum, corría el niño. Oyó clarito la voz de Mario riéndose, como cuando jugaban futbol. Truc. Truc. Truc. Su hermana limpiando frijoles. El agua hirviendo. Las tortillas recién hechas en el comal de humo de su mamá. Wum wum wum, seguía corriendo. El piso pegajoso derretía los zapatos. Wum wum wum, corrió por horas. Hasta que desconoció el camino. Moisés estaba muerto. Lo sabía. Lo iban a matar a él también. Se sentó a esperar la noche. Cuando estuvo muy oscuro, comenzó a correr de vuelta. No sabía qué más hacer. Corría al ritmo de un nigeriano en el maratón. Luego como un gringo monumental en pista de 200. Rápido como un zancudo. Una pantera.

Llegó a su casa. Su mamá lo abrazó. Tenía cara de haber llorado, pero con la misma fuerza que tuvo cuando encontraron muerto a Mario y cuando su hermana no regresó nunca. Dice Donato que ya no te quiere de halcón, le dijo. Ok, contestó aliviado.

Rubén murió a los 15. Desaparecido. Se presume que calcinado en una fosa común.

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Alma Delia Murillo

Es escritora, autora de los libros Cuentos de maldad (y uno que otro maldito) y El niño que fuimos bajo el sello de Alfaguara; Las noches habitadas (Editorial Planeta) y Damas de caza (Plaza y Valdés). Colabora en El Reforma, The Washington Post, El Malpensante, Confabulario de El Universal, Revista GQ y otros medios. Desarrolla guiones para cine y teleseries. Autora de las audioseries y podcasts en Amazon Audible: Diario la libro, Ciudad de abajo, Conversaciones, El amor es un bono navideño.

7 Comments

  1. Martha Sánchez García

    Triste relato, hermosa forma de escribir. Lo viví todo. Gracias.

  2. Desgraciadamente es la realidad, por fantasiosa que parezca, buena historio, no bonita, felicidades, saludos

  3. Josefina Guzmán

    Que triste, que desolador, que impotencia, que coraje!

  4. Felipe Rodríguez Maldonado

    En este País y en la época que vivimos, el relato podría ser un cuento, una crónica o una historia costumbrista. Excelente.

  5. Tienes la virtud de mover tantos sentimientos y sensaciones Alma Delia, de dejarme en absoluto silencio, tarea que no es fácil. Desde que te leo, llegas hondo hasta mi corazón.

  6. Ignacio Quiñones

    ¡Excelente y vívido relato!

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