COVID- Bitácora de sobrevivientes

Positivo, por Juan Pablo Estrada

Leo que el resultado es positivo. A mis hijos les parece extraña la manera de comunicarlo, porque identifican lo positivo con lo bueno. Son pequeños y geniales, pero hay una gran brecha generacional. Para los que fuimos niños cuando surgió el SIDA, el adjetivo positivo siempre ha tenido una connotación extraña y a veces alarmante. Ahora está más cerca, es general y más confuso.

El caso es que el tercer examen que me han practicado durante estos meses indica que tengo presencia del virus. Este positivo terminó por quitarme lo único que la pandemia no me había hecho perder antes, que es mi salud. Eso sí, ésta pérdida para mí viene como las otras: sin síntomas.

En realidad creo que ya estaba enfermo desde antes, aunque de otros males también generalizados. Con la noticia del surgimiento del virus achacado a China y a un gusto culinario basado en murciélagos, en un país como el mío en que todo se polariza, algo enfermó en mi existencia y en la de mi mundo. Un sentimiento de culpa permanente atempera el alivio de no estar enfermo, y justifica el dolor de estarlo.

Desde marzo de 2020 lo he ido perdiendo casi todo. Desde luego, como todos, perdí la tranquilidad, las certezas y el espacio, la posibilidad de abrazar con naturalidad a los seres queridos, especialmente a los mayores, a mis padres. Además, con el inicio del encierro me quitaron cualquier posible vida en pareja, mi casa, mi tiempo con mis hijos e hijas y luego hasta poder ir a la oficina. Las emergencias sacan lo peor de la gente, ojalá que también lo mejor. Ni hablar, a trabajar y dar clase a distancia, a tratar de vivir a distancia, y a agradecer que se puede. Así es este mundo que, en el mejor de los casos, a los afortunados nos ha dejado estar en pantallas, pero que a los demás los condena al riesgo ineludible. Finalmente, después de meses de sortearla, ya en el 2021 un "positivo" me dice que se me fue la salud corporal.

Tuve todos los cuidados que dependen de mí. Los sigo teniendo. Pero un buen día me vi forzado a salir de casa para ir por dinero en efectivo para un hogar ya perdido. Y con eso bastó para tener un breve y distante contacto con alguien que días después se supo enfermo, alguien que no tiene la suerte, los recursos ni las oportunidades que yo. Alguien que a diario requiere trabajar fuera de casa, y por ello dependen del transporte, del contacto, y se contagió eslabonando para mis efectos esta cadena. No fue un caso irresponsable de un viaje, un antro, o de esas familias o personas que viven en una burbuja de relaciones que les hace imaginar que el virus discrimina por apellido, o que de contagiarse no tendrán problema porque se pueden brincar una fila, pagar un doctor, ir a un hospital o instalar uno en casa, o que simplemente piensan que a ellos por ser quienes son no les pasará nada. Si tan solo hubiera justicia. Pero no, no es de esos. Me contagió un compañero de trabajo, un empleado agotado cuyas condiciones lo obligan a salir de casa.

Antes de saberlo, mi cabeza ya amenazaba con estallar, pero ya antes me había dolido y mi paranoia se había desmentido con resultados negativos. Solo me encerré y me callé. Pero el compañero avisó de su contagio, y eso me precipitó al examen, resignado. Y sí: Positivo.

De los niños aprendo a preguntarme ¿qué carajos hay de positivo en todo esto? Sí, estoy agradecido por no haber tenido complicaciones ni síntomas graves y porque nadie en mi círculo cercano los ha presentado; porque estoy bien y el compañero que enfermó también. Pero no puedo evitar pensar que no hay nada positivo en el fondo cuando el mundo no entiende. Si bien algunos sentimos la desolación y el miedo por la desgracia mundial, por las consecuencias fatales que cada día están más cerca, por las injusticias y desigualdades que se han agudizado más, la verdad de las cosas es que nada bueno hay cuando el Gobierno y los políticos mienten, engañan y hasta se enorgullecen de sus chingaderas, y cuando las personas que tienen opciones y dinero irresponsablemente actúan como si nada o haciendo la finta, porque tienen recursos, porque no tienen alma, porque cierran los ojos ante la otredad. Porque son una mierda. De esos hay, y muchos. No más, por favor.

La solución, si la hay, se antoja lejana. Pero para convencerme me digo que por distante que esté, no habrá que dejar de resistir y buscarla, así como empezar a soñar con lo que tendremos que hacer para recuperarnos, para que las personas más vulnerables y afectadas, las de la tercera edad y aún más las de la primera, todas y todos, podamos salir de este letargo. Y que pronto la palabra "positivo" vuelva a estar relacionada con lo bueno.

—Juan Pablo Estrada

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Alma Delia Murillo

Es escritora, autora de los libros Cuentos de maldad (y uno que otro maldito) y El niño que fuimos bajo el sello de Alfaguara; Las noches habitadas (Editorial Planeta) y Damas de caza (Plaza y Valdés). Colabora en El Reforma, The Washington Post, El Malpensante, Confabulario de El Universal, Revista GQ y otros medios. Desarrolla guiones para cine y teleseries. Autora de las audioseries y podcasts en Amazon Audible: Diario la libro, Ciudad de abajo, Conversaciones, El amor es un bono navideño.

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