
Ni siquiera una pasión devoradora puede brindar tanta satisfacción como una amistad silenciosa y discreta, para los que tienen la suerte de haber sido tocados por su fuerza.
Sándor Márai, El último encuentro
Me ocurrió dos veces y es horrible.
El corazón duele, sí, pero sobre todo duele la identidad cuando por la única razón posible —la vida— dejamos de ser amigos de alguien.
No es la voracidad del desamor, la muerte ciclónica de un ya no te amo, la psicosis del mal de amores. No es eso, pero es tremendo. Es como si lo que somos saliera poco a poco por una válvula de escape pequeñísima, una válvula que ese amigo o amiga que se nos separa deja abierta en medio de las costillas y nos vamos desinflando de yo, de nosotros, de esos tiempos, de esas coincidencias, de aquellos años fundantes y definitorios.
Creo que está subvaluado el dolor de la ruptura amistosa. Porque aunque no hallamos por dónde curar la ausencia de ese vínculo que construimos a lo largo de diez o veinte años, y aunque no entendemos qué ocurrió pero sí entendemos qué ocurrió, no podemos contestar cuando alguien nos pregunta “qué te pasa” que nos pasa que nuestra amiga ha dejado de querernos.
Y es que no estamos dispuestos a hacer el ridículo, ¿quién va a entender que la tristeza dure meses o incluso años cada vez que la ausencia de P te muerde los días más ordinarios, exactamente los que compartías con esa amiga ahora distante? O tal vez todos conocemos ese sentimiento pero poco hablamos de ello.
En cambio con un contundente “me estoy divorciando” el asunto queda zanjado y nadie duda de tu cordura por estar sufriendo semejante pérdida.
Así que, insisto, la desamistad está poco explorada, poco sopesada, poco dolida. Ni siquiera la palabra como tal tiene cabida en el diccionario de la fruncida RAE que pone “enemistad” en lugar de lo otro. Y no es lo mismo, estrechos verbales, cómo va a ser lo mismo. No hablo de hacerse enemigos, hablo de romper con un amigo y lo que duele, el abismo deforme que se nos pone delante cuando perdemos un cómplice del alma.
P y yo fuimos juntas a tramitar nuestras credenciales de elector, nos ufanamos de haber cumplido dieciocho años embarrándole el cuadrito de identificación oficial a todo el que dudara de nuestra adultez, gastamos nuestros primeros salarios de becarias comiendo antojitos callejeros y comprando cosméticos baratos en las tiendas del centro, nos mudamos al mismo departamento cuando creímos que ya podíamos hacernos cargo de nuestra existencia y compartimos durante cinco años una vida intensa, vulnerable, decidida, transitando entre novios y tantos cambios de empleo como de champú favorito. Dejamos de vernos justamente con el cambio de milenio. Para los últimos días del año 2000 ya estábamos tan incómodas una con la otra que yo decidí emprender una nueva mudanza, sola.
Han pasado dieciséis años y todavía me asomo a mirarme en su espejo algunas noches, cuando la sueño; casi siempre es por esta época de aguaceros, algún síndrome de aniversario que construyó mi psique y que a mí se me escapa hace de las suyas en mi universo onírico. Ella siempre estará ahí. Y aunque el dolor de perdernos fue muy duro los primeros años, luego se nos atravesó Europa —donde ella vivió un largo periodo—, las carreras corporativas, los novios, los maridos… y hoy sólo somos dos imágenes lejanas.
Ahora entiendo que cuando las personas todavía no estamos hechas —apenas quesos blandos sin cuajar— necesitamos como del oxígeno de esos amigos espejo, esos Otros que son Yo y que nos permiten crecer y de los que luego hay que separarse, casi implacablemente.
De P me quedó el amor al son cubano, el gusto por el baile, las lecturas inagotables de las novelas de Iván Turguéniev. Eso es mucho y es único. Siempre será único.
Tiempo después volvió a ocurrirme con E, fuimos inseparables durante una década. Cómo me aferré a que no se terminara, mastiqué cuatro años de agonía en los que intenté estar con ella, seguirla, ir a donde fuera, acompañarla en lo que emprendiera, preguntándome si mi insoportable afán para que el título de mejores amigas perdurara no hacía si no alejarnos… Pero la vida, los ciclos, los ya no soy, ya no somos. Hasta que arribamos al fin de la ternura.
Y otra vez ese dolor en las costillas, en la belleza de lo cotidiano que se queda sin cómplice ni testigo, en el cambio identitario.
Amistad deriva de “amare”, que viene de amor. ¿No es también una clase de amor fascinante que nos deja en el desamparo cuando se acaba?
Seguro que Don Quijote se nos muere sin su Sancho, que el gordo se deprime sin su flaco, que a Astérix sin Obélix se lo cargan los romanos… en fin, supongo que si nadie muere de amor, nadie muere de amistad y espero que los años sirvan tanto para ser mejores amantes como para ser mejores amigos. Y si la edad no sirve para eso, exijamos la devolución de nuestro dinero.
Pero es que es tan dulce como agrio el recuerdo de una querencia de esas cuando nos desamistamos. Y duele. Y al dolor, para que no nos arrastre por las calles, hay que nombrarlo.
Como me ha gustado este escrito, a mi me paso tambien con dos queridas amigas en epocas diferentes de mi vida, una se caso y se fue a vivir a Australia, aubque la separacion se presento años antes, el que viviera allá solo me sirvio para pensar que si estuviera aquí seria otra cosa, aunque que se que no. La segunda fue mi hermana, que no tuve de sangre, por 15 años, luego vino un error y otro y alli quedó y duele mucho, justo como dijiste, en las costillas, en las tripas…
Gracias por tus bellas letras.
Texto espléndido y removió viejos tiempos. Gracias.
Conmovedor texto, tal vez, la etiqueta de mejor amigo, amiga, pesa mucho. Es mejor ser amigo y ya, y hacer esa labor de acompañamiento en el crecimiento mismo de la persona, es decir, todos cambiamos. En ocasiones, las amistades vuelven, e irrumpen con más fuerza, sobre todo las fundacionales, las de la infancia o la adolescencia, porque nunca se fueron, solo se quedaron aun lado del acotamiento, del camino, y al tiempo vuelven y caminan junto a ti, como hoy, como siempre.
Hoy leí el siguiente poema de Pessoa, por ser 14 de febrero, y me acordé del artículo de Alma, de lo importante de la amistad, si más se los comparto.
Mis amigos son todos así: Mitad locura, otra mitad santidad. No los escojo por la piel sino por la pupila, que ha de tener un brillo cuestionador y una tonalidad inquietante. Escojo a mis amigos por la cara lavada y el alma expuesta. No quiero sólo el hombro o el regazo, quiero también su mayor alegría. El amigo que no sabe reír conmigo, no sabe sufrir conmigo.
Mis amigos son todos así: Mitad bromas, mitad seriedad. No quiero risas previsibles, ni llantos piadosos. Quiero amigos serios de esos que hacen de la realidad su fuente de aprendizaje, pero que luchan para que la fantasía no desaparezca.
No quiero amigos adultos ni comunes. Los quiero mitad infancia y mitad vejez. Niños para que no se olviden del valor del viento en el rostro, y ancianos para que nunca tengan prisa.
Tengo amigos para saber mejor quién soy yo, pues viéndolos locos, bromistas y serios, niños y ancianos nunca me olvidaré de que la normalidad es una ilusión estéril.
Tengo un tema con ciertos artículos de Alma Delia, vuelvo a ellos de vez en cuando. Yo, que crecí solitario, encontré en los amigos el amor y el consuelo que no obtuve en otra parte. El estar, en esencia es eso, saber que la otra persona está para ti.