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Súbale al progreso, lleva lugares

Figúrense ustedes, ultramodernos y queridos lectores, que mi madre se transportaba a caballo. 

Así como lo oyen, en el pueblo de mi progenitora, que estaba muy pinche lejos de la civilización, lo que correspondía era bajar a caballo para tomar un camión y salir hacia Morelia, Michoacán, primer eslabón de acceso a la modernidad en aquel entorno. O hacer caminatas durante días enteros, esa era la otra opción. Y no hace tanto tiempo, hablo de cuarenta y cinco años atrás. 

La falta de transporte era un problema serio, tenía implicaciones severas para el desarrollo y para la sobrevivencia de las personas de la comunidad, ante una emergencia médica el pronóstico dictaba una probabilidad de muerte alta: en lo que lograbas treparte al caballo o al burro para bajar al pueblo y llegar a la clínica, te quedabas tieso. 

Cuando mi madre, mis hermanos y yo arribamos a la gran capital, descubrimos los camiones, el Ruta 100, el metro al que yo le tenía miedo pues lo veía tan grandote, rapidote y limpiote como bien adjetiva Chava Flores en su entrañable canción, que no lograba comprender su funcionamiento y temía un choque, una explosión o una descarga eléctrica.  

Descubrimos también los legendarios peseros, que se llamaban así porque cobraban una tarifa única de un peso. Esos bichos eran una maravilla, llegaban allende las fronteras, como la Coca-Cola, el PRI y la corrupción; no había rincón de esta descomunal ciudad —ni del Estado de México— a donde estas pequeñas pero combativas máquinas no lograran entrar para dejar al pasajero, maltrecho y persignándose por haber sobrevivido a la travesía, pero muy cerca de su casa o lugar de trabajo. El pesero mutó en combi y después en microbús; ese carro de guerra del que tanto renegamos y que hace rato vienen anunciando que está por desaparecer: no más microbuses, esa epidemia chatarrera y malograda llegó a su fin. Ah, el progreso.

Pasaron muchos años antes de que cualquiera de nosotros —mis hermanos o yo— pudiéramos comprar un automóvil propio. Pero he aquí que un día, lo logramos. Y nos convertimos en el 20% de la población que utiliza el 80% de las vialidades con su auto propio, señores y señoras, con nombre y apellido le llamamos Mi Coche. Ah, el progreso.

Pero antes de que Mi Coche y yo (al que quise tanto como al Platero de la historia de Juan Ramón Jiménez) nos hiciéramos los mejores amigos, yo andaba entre inagotables andenes, vagones, terminales del metro y, sobre todo, incontables microbuses. Y les debo a ellos y solo a ellos, haber estudiado la universidad porque el traslado diario desde el Estado de México hasta Ciudad Universitaria hubiera sido imposible por otra vía. 

En el microbús me convertí en una verdadera luchadora urbana. Aprendí a ser una gladiadora chilanga porque, efectivamente, ese “súbale, lleva lugares” era una sádica broma que le gustaba pregonar al conductor pues en el vehículo nunca cabía un alma pero hallábamos la manera de ensardinarnos o colgarnos de un brazo y dejar el culo y el bolso, mochila o portafolios al aire. El único fenómeno parecido al del microbús sardina es el de los tuk-tuk de la India que rompen toda ley física metiendo infinitos cuerpos en un espacio finito. 

Conocí el oficio de cacharpas, que consiste en hacer de copiloto, asistente, cobrador, consejero, jefe de seguridad y Sancho Panza del conductor. 

Aprendí aquello de  la cadena de pagos con “le pasa uno, por favor” para depositar en la palma del vecino las monedas y que la transacción avanzara, de mano en mano, hasta llegar a las arcas del chófer. El vuelto por el pasaje seguía la ruta inversa. Una se guardaba su monedas manoseadas, calentitas y valiosísimas en el bolsillo de los jeans, tocaba el timbre para indicar el descenso, invocaba a sus muertos y a sus dioses, comprimía el abdomen, abrazaba la mochila a modo de escudo protector y saltaba como el mejor acróbata de doblajes hollywoodenses. Ah, la sobrevivencia. 

Pero con el tiempo, además de Mi Coche, apareció el metrobús, el tren suburbano, Uber y sus congéneres. Ah, de nuevo el progreso. 

Y a pesar de tanta evolución, más vale afrontar el hecho de una vez por todas. La movilidad en la Ciudad de México podría colapsar en menos tiempo de lo que suponíamos. 

Las matemáticas son simples: somos muchos, el transporte público es insuficiente y no podrá tomar las vialidades hoy destinadas a los ciudadanos de primera —me refiero a los privilegiados dueños de un automóvil y estoy siendo sarcástica, calma— pues no mostramos la menor disposición a rehabilitarnos de la cochedependencia y andamos muy atareados cambiando las placas para que nuestros bienamados automóviles puedan circular más días por semana. Sí, la minoría que poseemos un auto (o a quienes el auto nos posee, insisto) queremos toda la ciudad para nosotros, para el transporte privado.

Es verdad, los microbuses son una plaga sin regulación que ha llenado, como ocurre siempre, el vacío que el sistema oficial deja al no ocuparse del desarrollo de segmentos de la urbe enteros. Es verdad que hace décadas debió ponerse fin al desastre de los microbuses pero hoy, el 60% de los habitantes de la Ciudad de México y el Estado de México sigue trasladándose en ellos, es el segundo medio de transporte público después del metro. ¿Qué alternativas tendrán para llegar a Zona Esmeralda, Santa Fe, Interlomas o a Palmas quienes trabajan ahí? ¿Y el progreso?, ¿se detendrá el progreso que tan rabiosamente hace latir el corazón de los políticos? (¡!) 

De caminar por zonas arboladas pensadas para peatones y una ley que regule en serio a la voraz industria automotriz y sus desbocados consumidores a crédito, mejor ni hablamos. 

Así las cosas, tal vez convendría ir haciéndose de un caballo, al menos un jamelgo, o una mula bien jaladora —aconsejo cerciorarse de que circule a diario— para acercarse a las terminales del metro y el metrobús, a la puerta de la oficina, del hospital o de la funeraria, por si acaso. 

Parece que nuestra ciudad tan grandota —que no rapidota ni limpiota— sigue rebasando las ideas pequeñitas de sus administradores y la capacidad, ínfima, de nosotros sus habitantes, a pensar en colectivo. 

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Alma Delia Murillo

Es escritora, autora de los libros Cuentos de maldad (y uno que otro maldito) y El niño que fuimos bajo el sello de Alfaguara; Las noches habitadas (Editorial Planeta) y Damas de caza (Plaza y Valdés). Colabora en El Reforma, The Washington Post, El Malpensante, Confabulario de El Universal, Revista GQ y otros medios. Desarrolla guiones para cine y teleseries. Autora de las audioseries y podcasts en Amazon Audible: Diario la libro, Ciudad de abajo, Conversaciones, El amor es un bono navideño.

2 Comments

  1. Luis Antonio Solis Rodas

    Alma en tránsito Delia:
    A veces escribes sobre temas tan urgentes, tan importantes, ante los cuales, por mi ignorancia decido guardar un respetuoso silencio, tratar de informarme y ayudar desde mi trinchera ¿burbuja?
    En otras ocasiones, como ahora, te siento tan cercana, que no me queda más remedio que poner mi jazz, y dilatar un mezcalito mientras escribo inspirado en tu columna. La bicicleta es una suerte de rocinante, del jamelgo o de la mula jaladora a los que haces referencia (acaso mi libérula se sentiría ofendida si leyera esto) apropiada para resolver el problema de movilidad urbana, hay otros medios de transporte de autogestión posibles: caminar, trotar, he pensado en la posibilidad de un patín del diablo todobacheterreno, que sea lo suficientemente ligero y flexible para llevarse en metro y metrobús sin una gran incomodidad (favor de no confundir con el infierno trendy de los scooters eléctricos).
    Empecé a comprender los beneficios de las modalidades human-powered de transporte cuando de niño me aventuré a recorrer a pie el tramo Azcapotzalco-Vallejo, para poder gastarme lo del pesero en maquinitas. Desde entonces mis desplazamientos urbanos me han llevado a, rutinariamente, irme en mi libérula desde un recóndito barrio tlalnepantlense a la Narvarte o a trotar desde el metro Rosario hasta ese mismo barrio.
    La jornada así recorrida me ha compartido experiencias poéticas esenciales, algo como neblina y la soledad de los parques, de los campos del fútbol llanero en los tiempos de lluvia, los vapores brotando del asfalto en la oscuridad (no descarto algún efecto narcótico) me han llevado al límite de las emociones humanas.
    Para que negar que el sistema tiene sus riesgos, una vez apenas salí vivo y policontundido de un encontronazo que tuve con un vehiculero que decidió pasarse un alto dándole un acelerón a su arma-toste.

  2. Transporte público de superficie eficaz y rápido casa mal con el automóvil particular, de modo que no queda otra que restringir el uso del mismo, claro que para eso las autoridades deben de prestar un servicio de transporte que anime a los automovilistas a dejar el coche en casa.
    Ánimo que todo llegará.
    Un abrazo.

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