Estoy empezando a olvidar su rostro, pero tengo nítido el recuerdo de su voz. Se llamaba Angélica, nos conocimos hace veinticinco años trabajando en un centro telefónico para el que cubríamos medias jornadas extenuantes. Yo necesitaba la otra mitad del día para ir a la universidad y Angélica para ser madre de su hija de cinco años. Nunca habría imaginado cómo terminaría la vida de Angélica, ni yo ni nadie.
Al principio éramos compañeras de cubículo, a fuerza de hacer cientos de llamadas una junto a la otra, memoricé su voz. Me gustaba imitarla, su peculiar manera de pronunciar los apellidos de los clientes a los que intentábamos venderles tarjetas de crédito que prometían ser la llave del mundo. Funcionaba, adular sólo con entonar señor Guillermo Kaiser como si aquello invocara el cargo de Gran Maharajá o Su Alteza Serenísima, hacía que cayeran redonditos porque cómo se va a negar un maharajá a tener una tarjeta dorada.
Aprendí de ella a pronunciar esos nombres haciendo una reverencia vocal, éramos las mejores del turno. Luego ascendieron a Angélica como asistente del supervisor y dejó su lugar junto a mí para ocupar uno en la parte alta de la línea y atender el conmutador.
Tomábamos el café en el receso. Nos gustaba hablar de sexo: yo le contaba mis intentos amorosos y ella me contaba de su marido. Me llamaba la atención que hablaba de él como si fueran novios de semanas y que se ponía nerviosa al pronunciar su nombre; debían estar muy enamorados. Él venía a buscarla todas las tardes, previa llamada al número del conmutador, para avisarle que estaba por llegar.
Nunca lo vi de cerca, siempre esperaba dentro del coche y yo apenas atisbaba su rostro, recuerdo que usaba invariablemente una chamarra café.
Como asistente del supervisor, Angélica era hábil y responsable, pero, sobre todo, la queríamos porque podía levantarnos el ánimo con esa voz cantarina. El supervisor hacía buen equipo con ella; le enseñaba lo que sabía y le prometía que se quedaría con el puesto en cuanto él migrara a otra área.
Pero algo empezó a cambiar en Angélica, noté que cuando sonaba el conmutador y ella contestaba, se le enrojecía el cuello como si un salpullido repentino le atacara; ya nunca se sentaba y se ponía más ansiosa que de costumbre a la hora de la salida.
Una tarde le pregunté si todo estaba bien, me dijo que su “gordito” estaba celoso del supervisor y ahora le daba por tener salvaje sexo anal para marcar su territorio. Pero aclaró que ella también quería, y yo no quise o no supe insistir más.
Nunca teníamos tiempo para conversar, esos quince minutos del receso alcanzaban apenas para convivir, si regresábamos un minuto tarde a nuestras estaciones de trabajo recibíamos una penalización; a la hora de la salida yo corría para estar a tiempo en mi primera clase de la universidad y ella corría a encontrar a su gordito y luego recoger a la niña en casa de la abuela. Esa rutina que construía nuestro mundo cotidiano parecía inalterable.
Cada vez que sonaba el conmutador yo echaba hacia atrás mi silla para escuchar y ver a Angélica, pero dejé de distinguir si su cuello enrojecía porque empezó a usar una mascada amarilla que ya no se quitaba.
Una mañana me dijo con cierta nostalgia anticipada que sabía que yo estaba ahí de paso, lo mío era mientras terminaba la carrera. No recuerdo qué le contesté, supongo que nada, que no supe desentrañar el mensaje. Esa tarde sonó antes de tiempo su botón del conmutador. La vi recoger sus cosas y salir apresurada. Tuve un impulso, me levanté de la silla pero el cable de la diadema me devolvió a mi sitio.
A la mañana siguiente nos enteramos de que su esposo la había estrangulado para luego suicidarse, todo por un ataque de celos. Todo delante de la niña. Nos invitaban a reunir recursos para ayudar a la abuela que debía cuidar a la pequeña y estaba devastada.
No podía creerlo. Hoy sigo sin poder creerlo.
Según el Centro Nacional de Información del Sistema Nacional de Seguridad Pública, de enero a octubre del 2020 se han recibido 1,023,642 llamadas de emergencia relacionadas con incidentes de violencia contra las mujeres. Un millón veintitres mil, seiscientas cuarenta y dos llamadas.
A veces sueño que sigo en ese centro telefónico, que respondo una llamada y escucho su voz.
*Texto originalmente publicado en el diario Reforma*
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Me quedé devastada…