¿Qué tan ridículo es despedirse de una ventana, o de un árbol, de la moldura de una esquina donde dan vuelta los pasos para llegar al centro de la casa?
Despedirse de un fragmento de la ciudad y su cruce cotidiano, su parquímetro rebelde, su semáforo insoportable, su silencio milagroso, su fierro viejo que vendan.
Estaba por cumplir seis años cuando se aflojó mi primer diente, mi madre tenía una farmacia a la que yo iba todos los días después de la escuela, antes del internado.
Había un niño que me gustaba, Borja, era unos años mayor que yo. Y era un cabronazo.
Me tiró aquel diente flojo dando con la fuerza de su puño en mi boca, lo peor es que fue con mi consentimiento. Me dijo que si le daba el diente él me daría algo que quería mucho. Mi amor floreciente de niñita punzona prendió con la promesa: ¿qué me daría Borja si yo le daba un diente mío?
Miedo, me dio miedo cuando el golpe desprendió mi incisivo central y el hilito de sangre escurrió en mi boca.
A cambio él iba a darme una canica de esas que tienen dentro un mandala, un rosetón de Notre Dame, bisontes, marejadas y ejércitos, un astrolabio persa… el aleph.
Me dio la canica y yo manché su redondez perfecta con mi sangre. Muy gore todo aquello entre una niña de casi seis y uno de nueve.
El intercambio perdió tanto el romanticismo como sus visos fantásticos porque a Borja le pusieron una tunda de antología y a mí me regañaron por tonta.
Tonta.
Esa fue la primera vez que escuché “estás mudando los dientes”. Mudar. Mutar. Mutatis Mutandi. Mudarse.
Supongo que nací para mudarme, para no estar quieta, que me eternicé en la edad de la punzada que intercambió un diente por una ventana diminuta y esférica a un mundo que mostrara algo distinto.
Supongo que siempre estuve dispuesta a darlo todo con tal de cambiar de paisaje.
Así que aquí estoy otra vez —otra insólita vez— empacando la casa.
Siendo una mamarracha, peripatética y ridícula que le habla a las paredes blancas, vacías, heridas con precisión a punta de clavos, de sombra de tiempo en los marcos que ahora están envueltos y son pinturas dentro de cajas de cartón adustas y sin gracia.
Hablándole a mi árbol de la ventana para decirle adiós, mi trueno, Trueno, con mayúscula, que para eso es más persona que la mayoría de las personas que conozco.
Ridícula, loca. Loca de los gatos que le habla a las esquinas y al viento.
Pero yo le hablo a la ciudad porque es mía como yo de ella y quién va a impedirnos este amor de desgarro del empeine y el boleto de metro destrozado y el corazón llegando inevitablemente al llamado de los tambores en el centro de Tenochtitlan.
Les hablo incluso, sin que me escuchen, a los miembros de esa parejita que pronto se mudará a este espacio. Me matan de ternura porque no puedo imaginarlos en un revolcón carnal en la que fue mi recámara y ahora será suya, él con su cara de Bob Dylan y su flacura adolescente y ella con sus redondeces y su “es la primera vez que vamos a vivir juntos” y su “tienes demasiados libros” me provocaron todo, menos pensar en una pareja apasionada.
Ha de ser mi perversión aquella, el hilito de sangre.
“Ya se van”, dijo la chica cuando entró a ver el departamento y vio mis libros empacados. Ya se van, en plural, y yo pensé por un segundo en responder “me voy, viví aquí sola” pero luego supe que no, que sí nos vamos: mis fantasmas, mis libros y yo.
Mis compañeros incondicionales, amantes insoportables pero eternamente adheridos a mi neurosis, a mi cama, a mi mesa, a mi sofá, a mis fantasías y mis certezas.
Dicen mis amigas que siempre me estoy enamorando y que siempre me estoy mudando.
Será por eso. O no será.
Será que estoy mudando no los dientes, sino la fiereza. Será que cumplir 45 y cambiar de casa es como dejar que te tiren un incisivo de un golpe y ofrendar un hilito de sangre sólo para pagar el precio de ver un nuevo paisaje. Será que incluso hoy, agonizando octubre del también agonizante 2022, pagar ese precio sigue valiendo la pena.
Será. Seremos.
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Muy bueno! Como siempre. Muy oportuno para este lector tuyo. Pronto, muy pronto, haré también mudanza. De esas que uno quisiera no haber tenido, pero hay que afrontarla. Y no me pegó Borja, sino el mismísimo Canelo. Ni canica me tocó. Te deseo suerte! Mucha suerte Alma Delia!
Jajajaja, gracias por tu lectura, Antonio y suerte con la paliza que viene.
Abrazo
También me mudé, pero no del todo:
un caminar chilango por las calles ordenadas, señaladas en kanji;
añorar es transgredir, cruzar la calle
sin cebra ¿ser piedra de sol naciente?
¿abrazo de una tarde que llovía?