El infinito cabía en aquel pasillo de vecindad.
En cada puerta se alojaban demonios, hadas y otras divinidades cotidianas.
Era la colonia Santa María La Ribera, la calle de Eligio Ancona, el Distrito Federal, el código postal de la vulnerabilidad.
Mi rostro era redondo y unos tímidos pechos, queriendo ser redondos también, asomaban bajo mi camisa de uniforme escolar, tendría doce años. Un derroche de hormonas me pedía crecer y yo, que atisbaba que crecer era una chingadera, me resistía.
Todo me parecía inmenso, todo me aterraba, no le entendía ni a mi cuerpo ni a mi cabeza. Imaginaba que podía pasar mucho tiempo sola, que podía tener una casa entera para mí, un mar, una montaña, un árbol, o al menos una cama.
Pero no había modo, yo crecí en bola, entre siete hermanos y en una vecindad. La soledad anhelada se veía imposible. Entonces me refugiaba en los libros, pues sí, ni modo que no.
Porque el libro sí era enterito para mí, ahí estaba mi isla, mi tierra prometida, mi paraíso privado.
Cuando no había libro o no había modo de leer en medio de aquel congal que parecía un festival incesante con música, borrachos y carros alegóricos de la vida misma, salía a caminar y pasaba los días merodeando por ahí.
Los años que viví en una vecindad fueron determinantes para que me entregara, hambrienta, a dos de los placeres que hoy más disfruto: leer y recorrer las calles en busca de más calles.
Las vecindades son un engendro sui generis por su condición de umbral entre el afuera y el adentro, la privacidad es cosa complicada y, quieras o no, terminas viviendo en una pasarela de intimidades ventiladas a toda hora. La puerta de la calle siempre estaba abierta porque doña Luisa vendía quesadillas y tlacoyos en la entrada. La música del temible don Leobardo (todo tatuajes y testosterona) retumbaba hasta el hipotálamo. Él me presentó Goodbye Horses de Q. Lazzarus y Loosing My Religion de R.E.M. Los gritos de la señora Elvia intentando que su hija Esmeralda terminara con aquel pinche vago con el que la dulce muchacha ya cogía, eran también cosa que retumbaba en los oídos de todos.
En lo alto del portón —metálico y pesado, de un tono verde decadencia— pendía una imagen de la Virgen de Guadalupe. Pues sí, ni modo que no. La Virgen ostentaba flores frescas y velas aromáticas. Esa Venus del Tepeyac era lo único que los vecinos se esforzaban por conservar en buen estado.
Una noche volví de mi caminata, dispuesta a reencontrarme con Frankenstein de Mary Shelley que había dejado a la mitad unas horas antes y que masticaba pensando que era monstruosamente parecido a mí con ese cuerpo que no se decidía a crecer, la cara redonda, llena de incontables cicatrices por los barritos que masacraba con mis uñas y aquellas piernas flacas como carrizos. Crucé el umbral de la puerta cuando me di de frente con Esmeralda y su novio que ¡ay, dios mío! era novia. Fue apenas un segundo pero vi claramente que la novia —pelo corto, botas, camisa— tenía unos pechos bien definidos (no como los míos que sí pero no) en un bonito brassiere de encaje blanco que dejaba ver la camisa desabrochada. Seguí de largo y entré corriendo al cuarto donde vivíamos. Me senté en la orilla del sillón. Respiré.
Leí Frankenstein sin leerlo, otros seres extraños me ocupaban. Mi vecindad era un monstruo flaco y torpe, yo era una hembra de monstruo adolescente, flaca y redonda a la vez; la ciudad de México era un monstruo inmenso donde podías esconderte de todo. Pero esas dos chicas, no. Ellas no encajaban. Había en su imagen una belleza implacable, dos venus a los besos debajo de una venus guadalupana lustrosa y beata. Y ahora yo era su cómplice.
Las siguientes noches que escuché gritar a doña Elvia, me puse tensa. Algo en mí quería que el regaño terminara. Luego dejé de tensarme. Y empecé a sonreír con cierto orgullo cada vez que la señora arremetía contra ese pinche vago que su hija tenía por novio.
Pues sí, ni modo que no.
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Me mudé al DF (sí, sí, al DF) después de haber pasado una vida donde la mayor complicación fue sacar 10 en escuelas privadas en una ciudad conservadora. La curiosidad y la falta de decisión me llevó a estudiar teatro y a deambular por las calles del sur y de la zona rosa por horas y horas todos los días. Me enamoré por completo del monstruo y sigue siendo mi favorito, con todo y sus inundaciones. Otra serie de decisiones e indecisiones me alejaron de la CDMX y ahora la extraño como nunca. Extraño caminar y las interminables pláticas con aquel amigo, extraño caminar y tener una especie de privacidad, pasar desapercibida. Nadie ni nada pasa desapercibido por aquí, es horrible. Seguramente la distancia me hace olvidar los problemas de sobrepoblación, el audio del niño que compra colchones y el tráfico, pero eso no me quita este maldito sentimiento de no pertenecer aquí y querer volver a caminar y sentarme en alguna jardinera de Coyoacán con un panecito, uy, con unos esquites. Hay que ser realistas, por ahora, sólo me queda leer y refugiarme en libros escritos en español por mexicanos. Ni modo.
Adri, disfruté leyéndote. Te mando un abrazo
No tenía el gusto de haberte leído. Daniela Romo mencionó tu obra en una entrevista y te busqué. Leí tus columnas y anoche terminé La cabeza de mi padre, he llorado, reído. Me has encantado ¡ Gracias!
Gracias por tu tiempo, por leerme, por venir a comentar, Mónica 🙂 Un abrazo grande.
P.D. Lo de Daniela Romo (crecí siendo su fan absoluta) todavía no me lo creo. <3