posmodernos y jodidos

Labial rojo

El viento tiene otra densidad en este barrio.

Han pasado quince años y me cuesta creer que alguna vez trabajé aquí, en la calle de Molière que algo tenía de preciosa y de ridícula desde entonces, para hacer honor a Jean-Baptiste.

Quince años sin entrar a esta tienda especializada donde alguna vez compré un juego de cajas para guardar documentos importantes. Tres cajas rojas que aún tengo pero que se han deslavado y hoy estamos a tono con nuestro año descolorido, año pandemia.

Así que vine a la calle de Molière a buscar el reemplazo de las cajas. Y mientras andaba entre olores a tienda palaciega y cañería grasienta, pensé en aquella frase, the war is over. Y me detuve en la esquina de Homero, frente al puesto de flores, para confirmar una verdad: la guerra termina sólo para volver a empezar.

Pude verme cuando tenía 24 años y vestía el uniforme de vendedora, era la semana de capacitación en punto de venta que básicamente consistía en demostrar si eras capaz de resistir las distintas formas de la humillación que, como una danza de la corte, ejecutaban en sincronía las señoras que compraban doscientos mil pesos de ropa o zapatos de un tirón y sin pestañear. Lo mejor que podía pasar era que las gorgonas te ignoraran, de ahí en más las ofensas podían consistir en que una te pusiera el pie desnudo y agrio frente a la nariz para que le calzaras el zapato o que te insultaran a voz en cuello rematando que podían comprarte porque eras una pobre empleada.

Yo sabía que me lo jugaba todo pues la posición para la empresa que me contrataba no era de vendedora, sino de gerente de área; lo de ponerse el uniforme y cubrir la tienda era como un rito de pasaje, un trámite de tortura psicológica al que te obligaban bajo no sé qué retorcido principio de integración laboral. Así que aguanté como pude pero tragué más mierda de la que hubiera querido.

Quince años después, quise entrar a la mole versallesca que en mi tiempo era un centro comercial con diversas tiendas y hoy se ha convertido en el palacio de los palacios. Vaya cosa.

Compré un café que bebí en una sala inmensa que remeda la elegancia en colores neutros pero que antes fue de comida china, ensaladas baratas y tacos árabes servidos en barras frente a las que nos enfilábamos los trabajadores de las oficinas del barrio y comíamos a toda velocidad porque la carga de trabajo y el saldo en la tarjeta de nómina no nos permitían darnos el lujo de comer bien ni en calma.

Luego del café quise comprarme un labial porque yo qué sé, por necia, porque me pica el alma, porque a pesar del cubrebocas y de la pandemia quiero sentirme viva.

Me atendió una muchacha con la huella de un piercing en la nariz, digamos que su nombre es Nadia.

Hicimos un festín de rojos acabado mate en mis labios: Russian red, Ruby woo, D for danger… mientras nos divertíamos como si cada labial fuera un martini consumido a ritmo de jueves por la tarde, apareció una señora de aquellas. Alta, pálida, violenta.

Insultó a Nadia. La chica perdió el color pero luego se encendió en ella un circuito escarlata que la iluminó desde dentro. Con un gesto sugerido que yo entendí de inmediato, me pidió complicidad para enfrentar a la gorgona.

El desencuentro creció, la aristócrata se desgañitaba.

No pude evitarlo y la encaré.

No le grites.

Me miró como si un perro se hubiera atrevido a hablarle.

No le grites.

Vinieron la gerente de área y un policía. Permanecí impávida. Nadia temblaba.

La mujerona salió echando lumbre, la imaginé llegando al estacionamiento para montar un tigre de bengala.

Nadia me sonrió con los ojos, yo a ella. Elegí D for danger y Ruby woo, pagué. Me dio su número para que le escribiera si no recibía la factura de mi compra. Y salí a buscar una botella de agua.

Días después escribí para preguntar por el documento pero no era eso, quería saber cómo estaba.

Me contó que renunció, eso sí: alcanzó a escanear mi factura y enviármela.

Noté que en su foto de perfil ahora lleva el pelo azul, dije que le quedaba bien.

También por eso renuncié, ahí todo les molesta, hasta el color en el pelo.

Sonreí. Me despedí y le deseé buena suerte.

Me pinto los labios con el D for danger y miro el espejo, luego escribo en la superficie con la barra roja “The war is over”.

Me pregunto si alguna vez he de convertirme en una señora agria o si ya lo soy desde ahora.

Ay, y no compré las cajas.

*

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Alma Delia Murillo

Es escritora, autora de los libros Cuentos de maldad (y uno que otro maldito) y El niño que fuimos bajo el sello de Alfaguara; Las noches habitadas (Editorial Planeta) y Damas de caza (Plaza y Valdés). Colabora en El Reforma, The Washington Post, El Malpensante, Confabulario de El Universal, Revista GQ y otros medios. Desarrolla guiones para cine y teleseries. Autora de las audioseries y podcasts en Amazon Audible: Diario la libro, Ciudad de abajo, Conversaciones, El amor es un bono navideño.

8 Comments

  1. David Gonzalez Kladiano

    Alma Delia siempre esplendida

  2. Juan García

    Me conmueves, gracias por tocar personas tan lejos de ti, que lindo es estar vivo, un gran abrazo hasta el espacio que nos compartiste con tus cajas deslavadas y tú delicioso café.

    Saludos

    • Alma Delia Murillo

      No hay regalo más grande, satisfacción más íntima (aunque algunos escritores lo nieguen), que saber que alguien se emociona con lo que escribimos 🙂
      Un abrazo

  3. Maria Elvira Santamaria Hernandez

    Me emocionaste. Gracias enormes.

  4. Es que se te acuerdas de comprar las cajas el día habría sido completo, y no estamos para esos derroches.
    Siempre genial.

  5. Las senoras paralizadas no son capaces de escribir Una columna. El dinamo es alto que durmieron tanto en su ser que finalmente se arrancaron la posibilidad de expresaese de esa manera y de muchas otras tambien.
    . Quizas de ahi viene su palbable desdicha.

    . He cpnocido a ese tipo de desequilibrad@s tanto en el circulo humilde, el de bonanza economics o el circulo. Jejjee tanto circulo me recuerda al infierno.

    . Quizas esas personas esten zambullidas en su pequeno circulo de minusculas tristezas y les sea impossible vivir o experimentar MAs alla de eso.

    . En lo personal np comprendo la mania de querer amargar al projimo.

    . Me parece que ese tipo de neurotic@s desilisionados de repiten a si mismos como en un circulo de eterno retorno, como el que planteo aquel bigoton genial.

    He presenciado tragedias shakesperianas por un acto tan insignificante como el tirar por qccidente su cafecito. Desperdicio de tiempo.

    Tu columns me cayo de perlas. Acabo de terminar «Trauma» de Patrick Mcgrath y esta lectura fresca cerro con bro he de oro mi d omingo.
    Disfruto leyendo buenas columnas y articulos. GRACIAS.

    Tampoco soy fan de permanentente agrio/estatico/mataespiritus, etc.

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