
Mi madre se transportaba a caballo, lo digo y me parece una fábula pero es verdad.
Como su pueblo estaba muy lejos de la civilización, lo que correspondía era bajar a caballo para tomar un camión y salir hacia Morelia, Michoacán, primer eslabón de acceso a la modernidad.
La falta de transporte tenía implicaciones severas, ante una emergencia médica el pronóstico dictaba una probabilidad de muerte alta: en lo que lograbas treparte al caballo o al burro para bajar al pueblo y llegar a la clínica, te quedabas tieso.
Así que mi madre, como millones de mexicanos, pensó que lo que había que hacer era venir a la gran capital pero no nos alcanzó para llegar hasta ella y nos quedamos primero en Ciudad Nezahualcóyotl y luego en el inenarrable Ecatepec. Y así descubrimos las terminales de camiones, el Ruta 100, el metro al que yo le tenía miedo por grandote, rapidote y limpiote como dice Chava Flores en su canción; y hasta supimos que había un aeropuerto cerca porque por arriba de nuestras cabezas pasaban chingos de aviones.
Descubrimos también los legendarios peseros, que se llamaban así porque cobraban una tarifa única de un peso. Esos bichos llegaban allende las fronteras, como la Coca-Cola, el PRI y la corrupción; no había rincón de esta descomunal ciudad —ni del Estado de México— a donde estas pequeñas pero combativas máquinas no lograran entrar para dejar al pasajero, maltrecho y persignándose por haber sobrevivido a la travesía, pero muy cerca de su casa o lugar de trabajo.
El pesero mutó en combi y después en microbús; ese carro de guerra del que tanto renegamos y del que recién vimos un video escandaloso circulando en redes. Ah, la civilización.
Pasaron muchos años antes de que cualquiera de nosotros —mis hermanos o yo— pudiéramos comprar un automóvil propio. Pero he aquí que un día, lo logramos. Y nos convertimos en el 20% de la población que utiliza el 80% de las vialidades con su auto propio. Pero antes de que Mi Coche y yo (al que quise tanto como al Platero de la historia de Juan Ramón Jiménez) nos hiciéramos los mejores amigos, anduve entre inagotables terminales del metro y, sobre todo, incontables combis y microbuses. Y les debo a ellos y solo a ellos, haber estudiado la universidad porque el traslado diario desde el Estado de México hasta Ciudad Universitaria hubiera sido imposible por otra vía.
En el microbús me convertí en una verdadera luchadora urbana. Aprendí que ese “súbale, lleva lugares” era una sádica broma que le gustaba pregonar al conductor pues en el vehículo nunca cabía un alma pero hallábamos la manera de ensardinarnos ahí dentro.
Conocí el oficio de cacharpas, que consiste en hacer de copiloto, asistente, cobrador, jefe de seguridad y sanchopanza del conductor.
Aprendí aquello de la cadena de pagos con “le pasa uno, por favor” para depositar en la palma del vecino las monedas y que la transacción avanzara, de mano en mano, hasta llegar a las arcas del chófer. El vuelto por el pasaje seguía la ruta inversa. Una se guardaba su monedas manoseadas, calentitas y valiosísimas en el bolsillo de los jeans, tocaba el timbre para indicar el descenso, invocaba a sus muertos y a sus dioses, comprimía el abdomen, abrazaba la mochila a modo de escudo protector y saltaba como el mejor acróbata de doblajes jolivudenses. Ah, la sobrevivencia.
Pero la efervescencia vital también traía a diario el peligro y la miseria, el abuso, el miedo.
Un día sí y otro también se subía una pareja de delincuentes a bolsearnos y había que entregar billetes, monedas, relojes, boletos del metro y una vez hasta les di mi bolsita ziploc con la torta de mole que tan celosamente guardaba para comer esa tarde.
En las mañanas trabajaba como operadora telefónica en el Palacio de los Deportes y en las tardes estudiaba Literatura Dramática y Teatro en Ciudad Universitaria, pero vivía en la tercera sección del Valle de Aragón, ese reino de nunca jamás llamado Ecatepec de Mierda.
Para mí, como para millones de estudiantes y trabajadores, el Estado de México era el dormitorio al que llegábamos después de las once de la noche reptando hasta la cama para salir al día siguiente al filo de las 6:00 de la mañana a una jornada demoledora.
Yo nunca llevaba más de $40 o $50 pesos que eran mi presupuesto para el pasaje del día y comprar comida (o algo parecido) en las legendarias maquinitas de Lonchibón; pero sí llegué a ver que en el bolseo había trabajadores que entregaban a los rateros su sobre amarillo con la paga de la semana, llorando por dentro. Ese era el sustento de su familia, parte de la renta del mes, la comida de sus hijos. Dolía verlos indefensos no sólo ante el culero ladrón en turno, sino ante todo este jodido sistema que atenaza y provoca que esas escenas se vuelvan pan de cada día.
Es verdad, los linchamientos son perturbadores y condenables; pero son una lógica defensa que ha llenado el vacío que el estado deja al no ocuparse de la seguridad de segmentos de la urbe enteros.
Leí a algunos opinadores airados insistiendo en que deben desaparecer las combis y los microbuses pero hoy, cerca de la mitad de los habitantes de la Ciudad de México y el Estado de México sigue trasladándose en ellos, es el segundo medio de transporte público después del metro. ¿Qué alternativas tendrán para llegar a Zona Esmeralda, Santa Fe, Interlomas o a Palmas quienes trabajan ahí? ¿Y el progreso?, ¡¿se detendrá el progreso que tan rabiosamente hace latir el corazón de tantos?!
Siempre digo que México es muchos Méxicos porque es así, quienes trabajan en zonas arboladas pensadas para peatones y abren la puerta de su cochera con una llave automática sin ensuciarse los zapatos pisando la calle de la casa a la oficina, no imaginan lo que es esa otra vida, igual de digna y honesta (quizá más) que la de los altos ejecutivos pero mucho más dura. Y no romantizo nada, que aquí el único verbo que cabe es chingarle; pero miremos más allá de nuestro código postal.
Como siempre, nos enfrascamos en el falso dilema de si estuvo bien o mal la paliza en la combi; en la polarización de una clase social contra otra y seguimos engordándole el caldo a cada maldito partido político que se va quedando con los recursos públicos sin promover el desarrollo que este increíble país podría tener y que necesita desesperadamente.
La única solución será que nosotros sus habitantes, aprendamos a sentir y a pensar en colectivo. Y a ese pensamiento colectivo sí que me gustaría decirles súbale, lleva lugares. Ojalá llegue el día.
Excelente y cada día mejor en estas columnas Alma Delia
Gracias, Jorge. Un abrazo
Bradbury, Sagan, Asimov, alguno hoy estaría escribiendo el cuento “¿Habrá vida en otros códigos postales?”
Nos urge un Leonard Cohen que haga poesía de esta urbanidad culera, jaja. Abrazo
Excelente, necesitamos ser y tener empatía.
Pues al menos mirar otro mundo.
Gracias por leer.
Como siempre una maravillosa columna que refleja una realidad para millones de personas. La solución no es prohibir el uso de autos o desaparecer opciones de transporte público, sino garantizar un servicio de calidad, seguro y accesible para los usuarios.
Así es, Eugenia.
Gracias por leer 🙂
Pero mira que la vida ya te está recompensando de toda esa batalla, lucha y arriesgue de viajar así, ahora volteas hacia atrás y aunque era muy complicado, difícil y cansado viajar más de 2 horas a l trabajo y otro tanto a la escuela, la vida te está pagando todo eso, saludos mi flacuchis
Gracias, Pablo… oye, ¿y tú por qué me dices flacuchis?
Viví en el DF.
Hace 32 años regresé a mi tierra. No tenía sentido. Crecí, disfruté el DF, pero padecí esos trayectos eternos, y los asaltos.
Ni por error tener una familia en esas condiciones.
Es un área de la realidad que a nadie, con capacidad de generar un cambio, le importa. Ni a políticos, ni a empresarios.
Sólo se nota cuando es escándalo del día. Dos semanas y 10 promesas después, todo va a seguir igual.
Y ¿todavía cuestionan si es válido celebrar la golpiza?
Cuestionable es ir al ángel a celebrar boludeces.
Gracias, Alma. Un retrato fiel, externo e interno.
Pero no es un error tener una familia en esas condiciones, Beto, es la vida.
No hay una forma correcta de la vitalidad, y ninguna ciudad te forma como los monstruos que son DF, Nueva York, Delhi… en fin. Un abrazo
Naci en la colonia Roma ….. , creci siendo un pata de perro. conozco EL antigu.o DF como ningun otro , eso solia decirme a mi mismo .ahora vivo en Philadelphia PA, desde hace 4 lustros..y me pregunto si todavia tengo esos huevos, estomago,agallas para regresar al ‘DF ‘ algun dia ? fui testigo de innumerables eventos , de toda indole . a pesar de que creci en un ambiente hostil , gracias a mi hermano . estaba acostumbrado a ver y recibir putizas ,asaltos , y todas esas cosas que nos quitan lo humano . 2 decadas han pasado y la neta dudo el poder tener ojos para todo esto. saludos desde mi burbuja.
Que saben de trabajo en equipo si no se han subido a una combi…
Me encanta como escribes, se nota que a ultimas fechas lo haces mas seguido, eso merece mas que un aplauso, merece un abrazo de esos que apachurran el alma y la reconfortan…
Igual,yo, vivía en tlalnepantla y todos los días iba y venia en metro y pesero, a C.U., en algún momento fueron tantas la veces que me asaltaron que ya hasta conocía a los asaltantes, algunas veces pude bajarme antes pero no era lo mas frecuente, eso me hizo hacer lo suficiente para comprar mi primer auto y si de burla se tratara una semana o dos después de que lo comprara empezó el » hoy no circula», ni quedo mas que reír y seguir adelante, un abrazo…