Recibo un mensaje cifrado de una amiga, quiere decirme que la rescate de la cita que mal se desarrolla con un galán en ciernes… le marco, ella pretexta que tiene que irse y se libera del suplicio. Entonces me cuenta: casi un año buscándome, por fin acepto cenar con él y es incapaz de no mirar su teléfono durante dos minutos: “aprovecho mientras miras el menú, contesto el mensaje mientras vas al baño, mando esto en lo que traen el vino”... Nos reímos, pero yo me quedé con el corazón encogido. No sólo somos tasadores de la pesadumbre que por fuerza queremos convertir en resiliencia y venderla en empaquetado mindfulness del dolor sino que también hay que ser productivos durante la conquista amorosa. Qué calamidad.
Sacar ventaja del tiempo.
Sacar ventaja del dolor.
Sacar ventaja de las pausas.
Sacar ventaja del tiempo entre conquistas.
Sacar ventaja de la pérdida.
Sacar ventaja de la herida.
¿Y si a veces sólo queda rendirse?
Tengo la sensación de que nos hemos convertido en funcionarios de la vida. ¿Estamos sólo para la función y no para el disfrute?, ¿no para la incertidumbre, no para el vacío o la calma?
Como he dicho antes, desde que existe WhatsApp la oficina no cierra nunca, nos dedicamos a los mensajes lo mismo a las once de la noche de un viernes que un domingo para revisar un pendiente, nos entregamos sin chistar a la tiranía de la disponibilidad permanente.
Tengo que admitir que la imagen del hombre interesadísimo en el amor de mi amiga pero revisando su teléfono cada dos minutos me hizo pensar en mí misma, en lo difícil que es estar en una reunión sin mirar el puto aparato una y otra vez, casi por inercia, sin tener que consultar algo en particular… sólo por la incapacidad de estar en un lugar con todos mis sentidos porque perdí hace mucho esa forma de concentración.
Lo dice Byung Chul-Han en La sociedad del cansancio: esa alienación con el súper rendimiento, con la superproducción y la supercomunicación acaba por quemarnos el alma, por deprimirnos. El símil perfecto son aquellos atletas retirados que un día, súbitamente, son incapaces de realizar el mínimo esfuerzo físico porque lo agotaron todo. Y ahora simplemente no encienden, quedaron como máquinas averiadas, imposibles de reparar.
Estamos obsesionados con las categorías de lo útil y lo inútil, con el refrito mensaje de la autoayuda y el maldito mensaje del mindfulness para mantenernos siempre ocupados, no vaya a ser que se nos aparezca el abismo del ser así nomás, mirándonos de frente.
Vamos de la sonrisa histérica a la productividad neurótica y en la hiperconexión enfermiza estamos quizá, más solos que nunca, solos de nosotros mismos. Convertidos en funcionarios 24 x 24, siempre dispuestos a trabajar para el otro o los otros: llámense empresa, jefes o redes sociales. No vaya a ser que miremos hacia nosotros mismos y encontremos vacío.
Qué amor le tenemos a la correa que nos ata.
Lo sé, crecimos escuchando que había que ser alguien en la vida y eso significaba trabajar, no ser unos inútiles, producir y producir.
El asunto, me parece, es que estamos entregados al casi totalitarismo del trabajo. Y es que el valor del trabajo necesita muy poca justificación, sobran las razones para hacerlo; pero nos hace falta recuperar el valor del ocio, de la contemplación, del “no hacer nada” para ser menos funcionarios de nuestras vidas y más personas.
El ocio es esencial para la virtud, ya lo decía Aristóteles; y sí, aunque podría tener una connotación de clase porque rápidamente pensamos que quienes pueden permitirse el ocio son quienes tienen un sustento asegurado, con dos repasadas a ese pensamiento yo encuentro una tremenda contradicción: la máquina del hacer que va quemando espíritus está, sobre todo, bien aceitada en la “gente exitosa” para la que el descanso no llega nunca.
Recién escuchaba a un joven maestro de filosofía preguntarse si no estaremos peor que Sísifo, cargando eternamente la piedra hasta la cima de la montaña para dejarla caer y volver a empezar pero felices, convencidos de que eso es la plenitud. Al menos Sísifo sabía que estaba castigado. Creer que somos libres, cargando nuestra venerada piedra a cuestas para que nunca llegue el vacío, ni siquiera para la posibilidad del amor cuando por fin se sienta frente a nosotros para compartir una cena.
Ahora que además estamos en la histeria colectiva de sacar provecho de la pandemia casi como mandato, siento unas ganas infinitas de escuchar mensajes más humanos, más honestos. Algo como:
Si usted no puede más, no pueda.
Si usted está cansado, deténgase.
Si a usted le duele algo, deje que le duela.
Si usted no puede salir de la cama, no salga.
Si usted tiene una herida, no busque desesperadamente sanarla.
Si usted quiere rendirse, ríndase.
O no, quizá tampoco eso, quizá no haya mejor mensaje para escuchar que el que dice el poeta Cintio Vitier: ese silencio santo de los árboles.
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Muchas gracias Ana. Qué buena idea mandar casa semana el texto!
Este me parece muy oportuno y necesario… Me voy a holgazanear….
Jaja, muy bien, Francisco, no hagas nada… verás todo lo que sucede.
Hola, encuentro muy acertado el artículo, no podemos estar en nuestra cabeza a solas un maldito minuto sin mirar el aparato ya sea para constatar que ese largo minuto aún no termina de transcurrir… Confieso que me he entregado al sano consejo de «si no quiere salir de la cama no salga» se siente una culpable al principio pero hay que tomarse una valemadrina de vez en cuando, no?
Gracias por este artículo Alma, Saludos.
Y creo que no sólo de vez en cuando, incluso la idea del descanso del fin de semana nos hizo más adictos al trabajo: hay que hacer cantidades industriales de cosas para poder descansar… no, yo creo que tiene más fondo, es un asunto de dejar de tenerle miedo a explorar quiénes somos y eso necesita calma y silencio. Un abrazo.
muy cierto el tema, aprisionados por nuestra incertidumbre de perder lo obtenido, de estar en una competencia permanente donde nos sentimos amenazados y nos entregamos sin reflexión a la responsabilidad irresponsable…
Totalmente, Édgar, la cosa es cómo salir de ello… como encontrar ese momento de sana insensatez para renunciar a lo que cargamos… un abrazo.
Linda reflexión y crucial para estos tiempos. Soy parte de la generación que creció con la tecnología, literalmente. A diferencia de los «nativos digitales» quienes desde bebés ya tienen celular o los mayores que no pudieron adaptarse a ella, mi generación en su juventud experimentó la primera PC, el primer celular, la primera Web. Es decir, tuvimos antes una vida sin tecnología, entonces aprendimos a esperar la novedad con paciencia, la cual podía tardar meses o años en llegar. Alguna vez viví 3 años sin teléfono, pues Telmex no tenía líneas en mi zona, y decidí no tener TV. Fue una maravilla, tenía horas para leer o dibujar, recibía visitas sorpresa y no me quedaba otra opción que esperar sin prisa «algo» que casi siempre llegaba sin buscarlo. También pasé fines de semana bien aburrido. Pero la situación ha cambiado mucho, ahora tenemos prisa de recibir algo nuevo cada 5 minutos durante todo el día. La tecnología a dispersado nuestra mente y no soportamos ver a través de la ventana sin hacer nada. Quizá cuando deje de tener responsabilidades – si eso existe- pienso volver a vivir sin teléfono, tal vez no me agrada, pues también me he vuelto necesitado – no tan adicto – a recibir la «novedad» en el cel o en las redes. Saludos y gracias por el artículo.
Gracias a ti por tu lectura, David… ya sé, todos tenemos la fantasía de vivir sin teléfono… te mando un abrazo.
Qué falta nos hace encontrar el valor que existe en el noble silencio. Lo más poderoso que he encontrado es la meditación Vipassana, donde solo se trata de respirar, el único apoyo esencial para ser y estar.
Es que el silencio da mucho miedo… también he intentado la meditación Vipassana, mi otra forma de meditar en movimiento es cuando corro. Abrazo, Roberto.
Entender y aceptar que hay que escuchar. No hay ni bueno ni malo. Pienso que la vida tiene múltiples tintes que van más allá de lo binario. Así, creo que aceptamos nuestra esencia de humanos.
Gran reflexión. Muchas gracias.
Gracias a ti por leer.
Hace algún tiempo, algunos de los pocos invitados a mi casa recibían como premio de consolación por aguantarme, un sharpie para escribir en la pared del baño lo que les saliera de la cabeza o del corazón (lo que les salía de los otros interiores afortunadamente ya habían sido civilizadamente depositados en otra parte del mismo baño). Entre citas, albures, pensamientos y dibujos, una amiga me escribió esto de Monterrosso, vía Juan Villoro: » Si no sabes adónde vas, detente, mira el techo, cuenta hasta diez, bebe un whisky. Las historias avanzan del final al principio. Si ya conoces el final, también detente. Las historias no tienen prisa». Me encantó. Se me pegó en la cabeza y aún a riesgo de volverme alcohóloco (casi nunca sé a donde voy), cada vez que me acuerdo de ello, trato de hacerle caso a la cita.
Afortunadamente no especificó contraindicación contra los mezcales, así que también aplican, supongo.
Muchas gracias nuevamente, ¡es un placer leerte!
me reí muchísimo con «lo que les salía de los otros interiores» jajaja, que mensaje tan poderoso el que dejó tu amiga… saludos
Hola, desde hace un tiempo te sigo en redes sociales, pero hasta hoy con esta publicación puse mayor foco en lo que escribes (no es grosería, pero me sentí identificado en muchos aspectos) entendí muchas cosas por las que estoy pasando que creía que eran únicas en mi vida profesional y personal, el texto contiene una profundo mensaje sobre lo que hoy vivimos esa cultura de la inmediatez y del mensaje engañoso que trae contigo el “optimizar tiempos” “ ser más efectivos” que al final termina ser agotador. Gracias por lo que transmites.
Interesante el artículo. Así ando a veces, trato de darme cuenta. Viendo el celular nada más porque si. Como si me llegara un soplo de vida a través de el. Cuando me doy cuenta. Lo guardo. Ahora en reuniones procuro guardar el celular en la bolsa. Evitar tentaciones.
Y si. Si estoy cansada estoy cansada. Nada de resilencia.
Espero el siguiente artículo. Gracias
Somos esclavos de la buena educación mal entendida: a tu amiga, ante la situación que la desagradaba, le bastaba con levantarse de la mesa y decir adiós. Así, sin mas. Al fin y al cabo el mal educado era él.
En cuanto a la esclavitud a la que nos somete el móvil, es sencillísimo liberarse: basta con llevarlo en el bolso apagado.
Querida Alma: a disfrutar de la pérdida de tiempo, que es una manera maravillosa de ganarlo.
Leyéndote casi siempre aprendo algo, me intereso por algo y/o me identifico con algo. Para mi lista de auto regalos navideños ya quedó apuntado «Byung Chul-Han en La sociedad del cansancio» (en versión impresa, porque odio el kindle), no lo conocía, gracias por eso.
Respecto a tu artículo, ya sabes siempre queriendo pertenecer, te cuento mi experiencia: En mi familia me dicen que soy la grinch de la tecnología… a veces me deprimo cuando estamos en la mesa y todos (incluidos mi madre) están haciendo algo más, comprando, escuchando un podcast, los empresarios siendo productivos, los milenials grabando un tiktok, los más rucos haciendo un video de Youtube de como les quedó la comida.. estoy lejísimos de ser una persona espiritual y centrada, y sí, tengo celular y redes sociales, pero me es muy fácil guardarlo cuando estoy con los que amo, y me deprimo mucho cuando los demás no lo hacen, porque siento que no están, y no sabemos si mañana estaremos… Gracias
Tengo el.reto de no trabajar todo el mes de diciembre…. Te cuento en enero si lo logro, jejej….