El dolor huele a metal, a frío, a cristal que se estrella, a todas las formas posibles de romper una vida, a la dificultad para nombrarlo: el feminicidio de una niña de diecisiete años. Su familia apenas puede relatarlo, hilar tres palabras para contar lo que pasó es una proeza para ellos. Era 25 de marzo del 2022, la madre de Jalix salió a vender tortillas, el padre salió a vender textiles, las hermanas a trabajar. Se trata de una familia otomí de Temoaya, donde todos trabajan para solventar los gastos de cada día.
Es difícil mirar a los ojos a quien relata un dolor de esa dimensión, es difícil levantar la cabeza delante de eso que sí, tiene mucho de sagrado. Es incómodo saber que no puedes ofrecer más que tus oídos y tu silencio cuando la familia te cuenta que días antes del feminicidio, se rompieron todos los espejos de la casa. ¿Por qué pasa eso?, preguntan. Y tú tardas en comprender que te están preguntando porque esperan que entiendas ese simbolismo, que puedas ofrecer una respuesta.
Y no puedes ofrecer más que silencio. Y vergüenza. Vergüenza porque a ti te explota la vida golpeando rítmica en las sienes, en las puntas de tus dedos que teclean y te dan el pretexto para acomodar tu pudor viendo la pantalla, porque mirar el dolor de esa familia es mirar el abismo, y no sabes cómo sostenerlo.
La colectividad criminal anónima que crece en nuestro país está matando familias enteras, las está dejando en pedazos. Ese corporativo feminicida que convirtió el desierto juarense en basurero de mujeres sigue sumando miembros que aprenden que está permitido asesinar el mismo fenotipo de mujer: morena, delgada, pelo largo.
La mujer que los hombres, en sus pactos explícitos de pertenencia a la tribu, llevan milenios enseñándose unos a otros que es la mujer deseable, a la que deben someter, atrapar como presa de ritual de caza, consumir y desechar.
Asesinarla porque pueden, afirmar su masculinidad para ganar aceptación entre los varones de los que aprendieron esto.
Es perturbador recorrer México de los años 90 con las muertas de Juárez hacia Temoaya más de treinta años después, y constatar que sigue operando la misma impunidad, el mismo ritual de violencia de algunos hombres para afirmarse poderosos frente a otros hombres. El mandato patriarcal que inventó la guerra y a la mujer como botín de guerra.
Siempre Rita Segato:
“El poder soberano no se afirma si no es capaz de sembrar terror. Se dirige con esto a los otros hombres de la comarca, a los tutores o responsables de la víctima en su círculo doméstico y a quienes son responsables del Estado; les habla a los hombres de las otras fratrías amigas y enemigas para demostrar los recursos de todo tipo con que cuenta”
Jalix Rubio Telésforo quería estudiar Criminología, era inteligentísima, trabajadora, bordaba servilletas con girasoles para venderlas, era casi obsesiva del orden y la limpieza, también juguetona, fuerte.
No tan fuerte como para resistir el ataque de un hombre que la golpeó, la estranguló y la dejó desangrándose junto a su cama, en su propia casa, con la pijama levantada sobre el pecho.
Seguimos habitando un régimen feudal donde los cuerpos de las mujeres pueden ser tomados porque sí, porque son cuerpos de mujer y porque hay un pacto de permisividad no sólo legal sino social y cultural absoluto.
Lo femenino es desechable, se puede tirar en bolsas negras en baldíos, en basureros, en la propia casa.
Si esa identidad femenina además es indígena, la desvalorización de la vida es cruzada por el racismo y la existencia de esas niñas otomíes, importan aún menos. Dos años antes del asesinato de Jalix, en la misma comunidad, su sobrina Pamela de dieciséis años fue también víctima de feminicidio.
Cuatro meses después, esa familia que habla tirando de la voz entre cristales rotos, tiene que vivir en la casa donde la que fue la habitación de Jalix está acordonada como escena de investigación pericial por el feminicidio de Jalix. No ha habido absolutamente ningún avance.
La madre de Jalix a veces siente que la va a ver entrando a la casa, subiendo las escaleras con su preciosa mata de cabello cayendo sobre la espalda.
Cuando preguntamos a la familia qué mensaje quieren compartir con la sociedad, dan una respuesta demoledora: que no confíen en nadie.
Y nos vamos de ahí pensando en que esos espejos rotos son el reflejo de este país feminicida, que hiere por todos lados.
- Texto originalmente publicado en Reforma en agosto 2022.
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