posmodernos y jodidos

Declaración de amor

Escribo esto temblando. Son las cuatro de la mañana y hace media hora sonó la alerta sísmica con tal potencia que todos los vecinos salimos tirando el corazón por delante, escaleras abajo, y arrastrando entre los pies este terror telúrico al que tal vez ya somos adictos.

Y llegamos a la calle y levantamos las caras al cielo esperando eso que ya sabemos: que la infame red de cables imposibles que cuelga de un poste a otro empezara su danza macabra, que los árboles se mecieran, portentosos, como nunca.

Pero no sucedió.

Entonces bajamos la mirada del cielo al teléfono —hábito que ya somos incapaces de desarraigar— y nos dijimos que 5.3, que no era grave, que no se sintió, que vámonos a la cama, que me va a dar una pulmonía así como estoy, murmuró una vecina pálida de un extremo al otro de su ser mal cubierto con un batón blanco como toda ella. Lo dijo mirándome a mí, que estaba perfectamente vestida: jeans, tenis, abrigo.

Y yo que tengo en la cabeza un cableado igual de feo y desprolijo que el de las instalaciones del alumbrado público de nuestra honorable ciudad, ya no pude dormir. Pues sí, ni modo que no.

Así que fui a la cocina, serví un vaso de agua, me noté la temblorina en las manos y suspiré por un bolillo que desde luego no tengo en mi alacena porque ya se sabe que los carbohidratos son el diablo hecho pan y luego me reí pensando que vivir en esta ciudad es temblar un día sí y otro también. Y pero qué necesidad, para qué tanto problema, pero al mismo tiempo, ¿cómo dejar esto? Cómo dejar este amor de ciudad pura, amplia, rojiza, cariñosa, ciudad mía; como dice Efraín Huerta en ese poema que para mí es más constitución identitaria que la constitución misma.

Son las cuatro de la mañana y vuelvo a mi casa de la que salí poco antes de las cuatro de la tarde para estar en la presentación de un libro cuyo tema desgarrador, el abuso infantil, nos puso a temblar y a llorar a todos en la sala.

El hecho es que, cuando sonó la alerta sísmica, yo bajé en irreprochable atuendo urbano porque, si es cuestión de confesar, venía de parrandear largas horas porque esta ciudad sólo es vivible a golpe de llanto, risa y parranda. Y apenas unos minutos antes había entrado por la misma puerta que ahora abría para salir corriendo al llamado tribal de esa bestia mitológica que imagino como un gran toro blanco de dimensiones gigantescas embistiendo contra el centro mismo de la chilanguidad para que todos acudamos a su llamado.

Que no tembló, pero yo sí temblé. Pero es que las últimas doce horas había llorado, reído, bailado, bebido, recibido mensajes de la divinidad y confirmado —con una entrega de animal manso— que amo esta ciudad por sobre todas las cosas. Perdón por admitirlo, perdón por existir, perdón por todo; pero enamoramiento que no se comparte, intoxica. Se sabe.

Aquí les dejo algunos versos del poema que da título a esta columna, del talentoso Huerta, para los de la tribu que sé que sienten exactamente lo mismo que yo:

Ciudad que llevas dentro

mi corazón, mi pena,

la desgracia verdosa

de los hombres del alba,

mil voces descompuestas

por el frío y el hambre.

Ciudad que lloras, mía,

maternal, dolorosa,

bella como camelia

y triste como lágrima,

mírame con tus ojos

de tezontle y granito,

caminar por tus calles

como sombra o neblina.

Mi gran ciudad de México:

el fondo de tu sexo es un criadero

de claras fortalezas.

*

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Alma Delia Murillo

Es escritora, autora de los libros Cuentos de maldad (y uno que otro maldito) y El niño que fuimos bajo el sello de Alfaguara; Las noches habitadas (Editorial Planeta) y Damas de caza (Plaza y Valdés). Colabora en El Reforma, The Washington Post, El Malpensante, Confabulario de El Universal, Revista GQ y otros medios. Desarrolla guiones para cine y teleseries. Autora de las audioseries y podcasts en Amazon Audible: Diario la libro, Ciudad de abajo, Conversaciones, El amor es un bono navideño.

2 Comments

  1. Atl Cruz Ajorio

    Y mientras tanto yo te seguiré esperando… y actualizando la pantalla a cada rato, lo que esperaba era el twitazo de cualquier chilang, que confirmara que no se sintió el temblor y que no ocasionó daños, en esos minutos que parecen horas; 7 horas adelante, fui de los primeros que escuchó la alerta sísmica, me angustiaba tratando de resolver si le hablaría a mi hermana; quien seguramente se contaba entre la chilanguiza que, al clamor de la bestia mitológica, en chinga bajó las escaleras, aunque cabía la posibilidad de que no, de que por esa ocasión los brazos de Morfeo hubieran sido más poderosos que el clamor de la bestia, dormir o no dormir, esa es la cuestión.
    Los twitazos aparecieron, mar en calma en las invernales costas de Ciudad del Cabo.

  2. Angeles Mastretta

    Alma Delia querida: Cada día escribes mejor. Te mando un abrazo. Yo estuve peor, ni siquiera oía la alarma de temblor de esta ciudad implacable.

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