posmodernos y jodidos

A golpe de sorbos

“Escribo desde mi pequeñez bajo el imponente cielo de la ciudad de Oaxaca, desde ese azul extraordinario, incontenible. Allá fui a enterarme de lo que quiero ser mientras esté viva: quiero ser la que mira. Eso me dije cuando levanté la cara y aquel cielo perturbador me hirió los ojos”

Redacté esas líneas hace diez años, la primera vez que dejé que el mezcal me emborrachara de verdad, la primera vez que me atreví a perder el control a golpe de sorbos de esa bebida inenarrable.

Todavía recuerdo la sensación como la herida del primer amor.

Mi conciencia era una serpiente adormecida, mis pies sobre la tierra sonaban a dos corazones compactos; recuerdo que pensé que la ciudad de Oaxaca era hembra, que tenía que ser una hembra en celo.

Era el año 2011 y ese estado alterado de conciencia peculiar al que induce el mezcal me llevó a hacerme un juramento del que derivó aquel texto: “Quiero ser la que mira”.  Me prometí entonces atreverme a mirar siempre, aunque deslumbrara, aunque para mirar hubiera que mantenerse despierta a deshoras. Me prometí mirar aunque doliera.

Llevo cinco noches de insomnio feroz, he dormido poquísimo y me he pasado las horas leyendo y releyendo “Bajo el volcán” de Malcolm Lowry.  

Malcolm Lowry me ha hecho mirar por la filtración de luz más fina el espíritu de un hombre alcohólico y enamorado.

Es que hay libros que deberían traer una advertencia de peligro, como éste. Se me fue encajando en el pecho y lastimando con cada esquina, con el filo de cada hoja al dar la vuelta. Todavía no salgo del mareo por el alma telúrica del cónsul Geoffry Firmin, la tembladera de su espíritu y de su cuerpo en abstinencia. La compañía de su hermano Hugh como un mal presagio, la amistad con Jacques como un canto de tristeza.

El amor inconmensurable de Yvonne.

Con esta lectura reviví una de las pocas imágenes que tengo de mi padre. Cuando era niña, una vez lo vi temblar. Recuerdo mi desasosiego, mi no comprender por qué temblaba. Entendí el motivo no hace muchos años y lloré como debió llorar la niña que lo miró temblar allá y entonces.

“Bajo el volcán” también me trajo Oaxaca al alma y de qué manera:

“ —¿Recuerdas Oaxaca?

—¿Oaxaca?

—Oaxaca.

… La palabra era como un corazón que se rompía, un repentino repicar de campanas sofocadas en un vendaval, las últimas sílabas de algún sediento que agoniza en el desierto.”

Qué capacidad de narrar desde la herida la de Malcolm Lowry.

Pero lo que realmente me partió la calma fueron las cartas de amor de Yvonne al cónsul cuando se separan, aquí un fragmento: “Sin ti me siento dividida, amputada. Soy una proscrita, una sombra de mí misma”

El amor cuando ocurre, cuando no avisa, el amor como el abismo de Barthes; el que nos hace estar temporalmente fuera de control, aventurarnos a la ola que revuelca, a ese mareo que provoca el cuarto caballito de mezcal.

“No se puede vivir sin amar”, dice más de una vez Lowry en esa narración extraordinaria. Amar hasta morir como ese día de muertos en que comienza la novela, porque sólo se puede renacer de la muerte. Y el amor es mirar a la muerte al fondo del vaso y saber que no hay experiencia más vital que beberse hasta el último trago, aunque claro, siempre podemos elegir lo contrario. Y elegir, ese es otro mar.

Nada, que hoy renuevo el pacto. Sí, quiero ser la que mira.

*

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Alma Delia Murillo

Es escritora, autora de los libros Cuentos de maldad (y uno que otro maldito) y El niño que fuimos bajo el sello de Alfaguara; Las noches habitadas (Editorial Planeta) y Damas de caza (Plaza y Valdés). Colabora en El Reforma, The Washington Post, El Malpensante, Confabulario de El Universal, Revista GQ y otros medios. Desarrolla guiones para cine y teleseries. Autora de las audioseries y podcasts en Amazon Audible: Diario la libro, Ciudad de abajo, Conversaciones, El amor es un bono navideño.

One Comment

  1. Luis Antonio

    Recuerdo como unas bailadoras mazatecas me lo presentaron, era una humedescente tarde tlaloca rumbo al fin de siglo: como ya no pudieron bailar sus sones de Guelaguetza se fueron a guarecer con los músicos, y una de ellas, viéndome tan solito y empapado me dio señal para integrarme a la masa humana compactada al refugio del Kiosco Morisco, donde la ternura fluía líquida y sal de gusano, aquella primera tarde mezcalera en que fuimos abrazo colectivo.
    El mezcal tiene gusto de niebla, abrazo y hechizo, cada beso que se le da es un ritual para celebrar que haya bailadoras mazatecas, son jarocho, es reconocer que no somos irrompibles; agradecer por las Almas que miran, y viven para contarlo…

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