posmodernos y jodidos

Un círculo del infierno llamado Ministerio Público

No es que quiera corregirle la plana a Dante, ni a Virgilio ni al mismísimo Dios, pero es que ninguno de los tres concibió el peor de los inframundos que yo visité hace algún tiempo: se llama Ministerio Público y los insolentes demonios que lo habitan le dicen cariñosamente “MP”.

El MP es el castigo para todo aquél fatuo que cometa el terrible pecado de insistir en comportarse como un buen ciudadano. De acuerdo, estoy exagerando pero no mucho. 

Les voy a contar mi tragicomedia: he aquí que, en un evento de cuyas consecuencias no daré detalles para ahorrarme la ignominia de ilustrar mi gran estupidez, me robaron una computadora. El caso es que llevaba información de la oficina y siguiendo un protocolo interno de seguridad tuve que levantar una averiguación por robo.

Mi primera crisis fue de identidad porque nunca entendí bien si me presenté en calidad de querellante, denunciante, agraviada, imputada, emputada o ser humano. Sólo sé que acudí a cuatro agencias del MP. Sí, no una: cuatro.

Mi vía dolorosa comenzó con el temido "lamentablemente”, que  —como todos sabemos— es a los mexicanos lo que el coro "ay de mí" a los personajes de las tragedias griegas.

Pues es que de que lamentablemente la orientaron mal, señorita, no la podemos ayudar, no sé si le hayan explicado que trabajamos por coordinaciones territoriales y por lo que viene siendo la zona donde ocurrió el siniestro, aquí no le corresponde. Y me mandaron a otra, a otra y a otra. Escuché el mismo estribillo todas las veces:  “Pues es que de que lamentablemente”. Apocalipsis 2:16 (Y si no aparece como versículo en el libro de las revelaciones, lo postulo para que se incluya).

Qué pesadilla, ni en Inception, me cae. Tengo que estar soñando. O ya estoy muerta y me mandaron al peor círculo del infierno, tal vez aquí llegan todos los ingenuos que quieren hacer las cosas correctamente y se vienen a enterar, demasiado tarde, que la vida no se trataba de ser aplicados ni de hacer lo correcto. 

Esas eran mis hondas cavilaciones. Estaba a punto de gritar para ver si despertaba porque ya me había dicho el brillante policía del cuarto círculo infernal que ahí tampoco podrían ayudarme cuando ocurrió que, providencialmente y frente a mí, apareció un gran cartel con mis derechos de querellante, denunciante, imputado y reputeado ser humano informándome que en cualquier agencia y a cualquier hora me pueden tomar una declaración. 

Suerte que sé leer, lo digo en serio. ¿Qué será de quienes no saben leer cuando atraviesan por un infame trámite de estos?

Con mi mejor actitud de ciudadana alfabetizada, le hice notar al policía sobre la obligación que tenían de levantar la averiguación previa aunque estuviera fuera de mi zona. De pronto se hizo un silencio incomodísimo, todos los seres que estaban en sus escritorios voltearon a mirarme con un odio tal, que de haber tenido pistolas por ojos, habría caído muerta bajo un tiroteo como en la mejor escena de una película Western. La intrusa que llega al pueblo vaquero y se la carga la chingada por provocadora.

Hasta que un ser amplio de camisa blanca y corbata azul dijo que me tomarían la declaración.

¿Cómo ocurrieron los hechos? me preguntó. Comencé a relatar la historia y me interrumpió de pronto: ustedes como ciudadanos tienen la culpa por no llamar a la patrulla, hubiera marcado el 066. Lo interrumpí yo: usted también es ciudadano, ¿no?

No, me dijo. Yo soy de Cuautitlán, Izcalli. Los del Estado de México no somos ciudadanos, allá vivimos en otro país, allá todo es una porquería. Pero en Ciudad de México sí se puede llamar a una patrulla.

Me quedé helada. Ante tal declaración sólo pude responder con un respetuoso silencio.

Desapareció silbando y en menos de un minuto regresó con cuatro formatos que me entregó para que los llenara. Me espetó un: con letra legible. Y se fue.

Los formatos, que eran una copia de la copia de la copia (les digo que ni en Inception)  tenían todos un encabezado con el ufano sello del Gobierno de la Ciudad de México que remataba con el dato del año 2011.

Sólo una persona como yo, cuya configuración emocional de ñoña es parte de su ADN, haría lo que hice: fui a preguntar si no había problema porque el año corriente estaba diez años desfasado del 2011 que planteaba el formulario.

La majestuosa oficinista a la que consulté me miró con tal desprecio que casi le pido perdón por mi insolencia.  Su respuesta fue: ¿eh?

Me hice tan chiquita como pude. Regresé a la silla, cuyo ego parecía igual de destartalado que el mío, y me senté a llenar mis pergaminos.

Mientras lo hacía, conté seis personas que llegaron a levantar una averiguación por robo de teléfono celular. 

¿En qué país vivimos?

Esmerándome en mi caligrafía, llené el pinche papelerío. Lo  único que quería era que todo terminara. Esperé a que otro ser enorme de camisa amarilla transcribiera mi declaración. Ni siquiera me miró. Se limitó a copiar con sendas faltas de ortografía todo lo que yo había redactado. Comía papitas y tenía un tupper con fruta que ni siquiera tocó. De pronto reparé en que todos los seres carnosos del lugar tenían recipientes con fruta intactos en sus escritorios y engullían desesperadamente todo tipo de frituras. 

Se me apareció el personaje nihilista – anarquista, si tal cosa es posible, y me llevó al área judicial donde un investigador, otro ser que casi reventaba una sudorosa camisa verde, me atiborró de preguntas mientras tomaba notas en el reverso de una hoja reciclada más destartalada que la silla y que yo. A estas alturas ya me sentía la muñeca fea con mis amigas la silla rota y la hojita maltratada. (Y sin recogedor).

— ¿Cuánto costaba tu computadora, mija?

— Aquí traigo la factura: veinticinco mil pesos.

— Tssss, ¡¿veinticinco mil pesos?!, ¿eso cuesta una computadora?

— Más o menos, algunas.

— Tssss.

Prometió que me informarían si localizaban a los sujetos que pudieron o podrían haberla sustraído o robado durante el robo (sic, pretérito imperfecto indefinido plus ultra metafísico más allá de lo evidente). Y luego me dijo que podía retirarme.

Volví con el de la camisa blanca y corbata azul que hacía grandes aspavientos mientras hablaba por teléfono con alguien. Pregunté tímidamente si eso era todo.

Me hizo una señal con la mano como se le hace un perro para que se vaya. Entendida y alfabetizada como soy, comprendí que sí, que podía irme.

Di la vuelta despacio, alcancé a escuchar que le decía a su interlocutor:

ahorita estamos bien pinches fiscalizados, ahorita traemos encima a todos los cabrones sabuesos y no podemos hacer tratos, licenciado. Pero cuando se distraigan, yo le canto.

Me pregunto de nuevo: ¿en qué país vivimos?

Y ya para rematar voy a volver a preguntarles: ¿ven, ven por qué bebo?

*

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Alma Delia Murillo

Es escritora, autora de los libros Cuentos de maldad (y uno que otro maldito) y El niño que fuimos bajo el sello de Alfaguara; Las noches habitadas (Editorial Planeta) y Damas de caza (Plaza y Valdés). Colabora en El Reforma, The Washington Post, El Malpensante, Confabulario de El Universal, Revista GQ y otros medios. Desarrolla guiones para cine y teleseries. Autora de las audioseries y podcasts en Amazon Audible: Diario la libro, Ciudad de abajo, Conversaciones, El amor es un bono navideño.

One Comment

  1. Lirio Santiago

    Hola Alma, leí tu libro la cabeza de mi padre, una historia que me atrapó al máximo. Apenas compré El niño que fuimos y Las noches habitadas. Gracias por tu exquisita forma de escribir.

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