posmodernos y jodidos

Amor de raíz

Yo de grande quiero ser árbol durante el día, y de noche, con mucha suerte, quiero ser palabras. Escribí eso hace algunos años, no sé cuántos. Pero ha llegado el momento de contradecirme: quiero ser árbol de tiempo completo, no imagino mejor vocación ni mejor destino.

Recién leía sobre las urnas biológicas, esa suerte de ecofuneral que permite encapsular las cenizas de una persona para convertirlas en árbol, el proceso consiste en meter la semilla de alguna variedad arbórea en una biocápsula que poco a poco absorbe las cenizas hasta que la germinación empieza y el árbol crece.

Hay que decir que en esta época llamamos innovación tecnológica a cualquier tradición milenaria que pueda ser empacada para venderse, porque lo de ser enterrados al pie de un árbol ha sido cosa de toda la vida. Pero ahí está la imagen, me veo en la urna biológica, convertida en tronco y ramas, dispuesta a no descansar, ni después de entonces ni cuando más allá. Nunca. Porque los árboles no descansan, se sabe.

Atravesamos las tardes de otoño y es ahora cuando los árboles más se hacen oír, escuchando su canto grave a menudo pienso en ellos como mis primeros ancestros, abuelos íntimos, padres universales. Pero al final siempre me enamoro de uno y entonces los árboles me parecen novios inquebrantables, amantes que no se rinden, los esposos más fieles del mundo.

Cuando corría en el bosque de Chapultepec tuve un romance con un ahuehuete, ese árbol centenario y sagrado, viejo de agua. Me abrazaba a él cada mañana y, a veces, cuando acompasábamos nuestros latidos, escuchaba palabras de amor de mi gigante que sólo yo sé. Lo dejamos porque, claro, yo me fui.

Después me enamoré fugazmente de un sauce espigado que se peinaba para mí, lo juro. Y en los viveros de Coyoacán tuve un amor precioso con un oyamel que se inclinó para acariciarme la rodilla aquella vez que me caí y dejé jirones de piel en la pista. En un viaje que hice esta primavera quedé flechada por un eucalipto que me enseñó a leer el alfabeto de su tronco y a partir de entonces estoy convencida de que los troncos de los árboles serán nuestra última literatura.

Amar a un árbol es una transgresión para una mortal insensata, lo sé, pero es de una grandeza irresistible, imperial, noble, es la verdad revelada que sólo sabe mirar de frente. Tengo otra sangre cuando estoy con ellos, soy de otra ralea y escalo a una identidad expansiva que no puedo negarme.

Dice el narrador en la fantástica novela El barón rampante de Ítalo Calvino: “Aquella abundancia de ramas y hojas, bifurcaciones, lóbulos, penachos, diminuta y sin fin, y el cielo en retazos irregulares y diseminados, quizá sólo existieron para que pasase mi hermano con su ligero paso.

Cosimo Piovasco di Rondò. Vivió siempre en los árboles, amó la tierra, subió al cielo.”

Ese epitafio perfecto me hizo pensar, desde que leí la novela hace muchos años, que yo quería ser la baronesa rampante y no bajar nunca de los árboles; lo intenté alguna vez, construyendo una plataforma sobre un tule colosal en la selva maya…  pero esa historia amerita un capítulo aparte.

Ahora estoy en conversaciones con el trueno frente a mi ventana, llevamos un par de meses en esto y no ha sido sencillo, su copa circular y espesa no es fácil de conquistar, mi corazón tampoco. Pero ahí estamos, no sé muy bien para dónde va nuestra relación aunque bailamos casi todas las noches y por las mañanas lo saludo: hola, trueno.

¿Por qué se llama trueno como la voz de Yahvéh o la voz de Zeus?, ¿es mi árbol bailarín una teofanía?

Quizá esta vez no habrá romance sino una amistad sabia porque hace un par de tardes lloró conmigo, acompañando con elegancia mi tristeza. No me queda más que esperar a que la urna biológica que seré algún día, me permita comprender todos esos misterios. Y dedicarle a mi trueno los versos de esta canción de Tori Amos.

Speaking with trees
speaking of my grief
speaking with trees
I'm almost sure
that they are grieving
with me.

*

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Alma Delia Murillo

Es escritora, autora de los libros Cuentos de maldad (y uno que otro maldito) y El niño que fuimos bajo el sello de Alfaguara; Las noches habitadas (Editorial Planeta) y Damas de caza (Plaza y Valdés). Colabora en El Reforma, The Washington Post, El Malpensante, Confabulario de El Universal, Revista GQ y otros medios. Desarrolla guiones para cine y teleseries. Autora de las audioseries y podcasts en Amazon Audible: Diario la libro, Ciudad de abajo, Conversaciones, El amor es un bono navideño.

5 Comments

  1. Atl Cruz Ajorio

    Alma Dera:
    Al leerte recordé algunos de los antiguos versos del son jarocho, que cuentan amores, desencuentros, hechizos, penas y cantos que se consuman a la sombra, al pie o en las ramas de un árbol: naranjo, laurel, papayo… refugio, aliados, seres con magia, energía:
    materia primordial.

  2. Ricardo Bada

    Hermosísimo texto, taruguita. De árboles se pueden recordar muchos poemas, pero los versos que siempre acuden a mi pantalla mental son los de una petenera, un palo del flamenco, cuyas letras todas las fragua el pueblo y son de autor anónimo. Y esa petenera de que te hablo dice lo que sigue: «Al pie de un árbol sin fruto / me puse a considerar / qué pocos amigos tiene / el que no tié ná que dar». No es tu caso, mi amolllcito mío. Tú das a manos llenas, bendita seas.

    • Ay, mi amollcito mío, no encuentro mejor imagen para aprender procesos vitales y paciencia (que no me sobra, ja) que la del árbol de raíces amargas y frutos dulces. Y lo de dar a manos llenas… no es mu’ inteligente de mi parte pero sí mu’ sincero. Te adoro, ya tú sabeh.
      Me busqué La petenera, es un cante jondo, qué belleza la segunda estrofa:
      Quisiera yo renegar
      de este mundo por entero,
      volver de nuevo a habitar
      mare de mi corazón,
      por ver si en un mundo nuevo
      encontraba más verdad.

  3. Al pie de un ciprés bien crecido, enterré a mi perro Aspi, un pastar alemán hermoso y bello, el ciprés se secó. El cuerpo de Aspi continua en mi jardín.
    Alma: qué belleza de texto.

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