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El extraño mundo del gusano naranja

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Estoy convencida de que hay ciudades hembra y ciudades macho. 

La ciudad de México es una ciudad hembra, indudablemente. Y Berlín es macho, por ejemplo. 

Una ciudad es muchas cosas: las vibraciones peculiares de su asfalto, sus árboles en los camellones, sus calles, su tránsito vehicular desquiciante, sus luces, sus olores, sus bares, sus librerías, su gente. Y todas tienen sus acentos, sus rasgos inconfundibles, hermosamente peculiares.  

Yo amo el D.F. de un modo casi incomprensible o sin el casi: hay quien afirma que estoy loca por sentirme tan feliz y arraigada a este caos. Pero es así, en este lugar amorfo y errático yo encuentro mi paz, mi casa, mi pertenencia. Así que en mi calidad de amante y, entregada plenamente a la estupidez del estado amoroso, quiero decir que esta ciudad no sería lo que es sin nuestro imprescindible gusano naranja reptando por sus interiores. 

Claro que el metro no siempre resulta poético, pero es un mundo aparte. Veinte años de mi vida me transporté de una punta a la otra en casi todas las líneas: la azul, la rosa, la amarilla, la café, la verde pasto y la verde aqua, las dos naranjas –hay quien alega que una es roja-. Ahí tienen: rutas por colores, díganme que no es precioso.  

En inenarrables trayectos de la prepa o la universidad al trabajo y a la casa, leí incontables textos académicos, novelas, periódicos, revistas, fotocopias, grafitis memorables, rostros de gente, compilaciones de grandes éxitos musicales en formato MP3 porque sí mire, se va a llevar las mejores canciones Los Beatles como “Campos de fresas por siempre” o “Aquí viene el sol” por tan solo diez pesos. O en esta ocasión le venimos ofreciendo una selección de Mozart y Beethoven con propiedades curativas y tranquilizantes para los niños. O la oferta literaria: sí, señores pasajeros, traigo a su disposición el diccionario de nombres, el libro del significado de los sueños, el pliego petitorio de los indígenas de la Sierra Tarahumara o el cuaderno para colorear de Bob Esponja. 

El universo todo, la mexicanidad rotunda viaja en nuestro subterráneo. 

Me tocaron desalojos por temblores, trenes varados por el cuerpo de un suicida en mitad de las vías, prostitución en los andenes, vagones relucientes y cambios de nombres de las estaciones. 

Tenía una amiga con la que rebautizamos a placer las paradas terminales. Así teníamos: Línea 2 de Sepalabola a Sepalachingada o Línea 3 de La Punta de la Verga a La Base de la Misma. Pasábamos horas jugando con eso, nos gustaba escandalizar a la gente haciéndonos señas soeces de un lado del andén al otro cuando nos separábamos para regresar a nuestras casas porque íbamos en direcciones opuestas.  

Me tocaron también, y literalmente, algunas metidas de mano. Es vergonzoso pero es casi imposible salir invicta al manoseo. Recuerdo uno en particular por el que el tipo pasó una noche en la cárcel y yo varios días sintiendo que me habían hecho el Papanicolaou o exploración cérvico-uterina innecesariamente –perdón por la imagen- La historia es larga, me la reservo para otro espacio. 

Pues bien, habiendo presenciado y vivido tal crisol de experiencias, les quiero contar que ayer vi lo verdaderamente inaudito: encontrábame yo en la estación Miguel Ángel de Quevedo cuando un grupo de tres amigos, iPhone en mano, brincaban el torniquete como en salto olímpico o en escena gringa de película de acción, e intentaban tomarse una foto para adivinen qué… postearla en sus cuentas de redes sociales. 

No, pos sí, díjeme yo: comprendo su rabia, su sensibilidad social y su conciencia colectiva. ¿Cómo van a permitir el aumento de $2.00 (dos pesos, como los de la entrañable Bartola) que nos afecta tanto a todos? 

Pero espera, díjeme yo nuevamente: ¿cuánto cuesta un iPhone? 

¿Oponerse al aumento del costo del boleto del metro es la causa de quiénes?, continué preguntándome yo. ¿Y de quiénes será la causa de saltarse el torniquete para exhibirlo o hablar de ello en las redes sociales? 

¿Quiénes son esos que, furibundos y aguerridos, se entregan a la batalla por impedir el incremento de dos pesos pero pagan más de diez mil pesos por un Smartphone y pagan también los servicios de telefonía e internet más caros del mundo sin quejarse? 

Sí, ya sé que me van a calificar de reaccionaria, que me van a tirar los datos duros del INEGI por delante para hablar de población trabajadora y salarios mínimos, que me dirán que soy priista o Mancerista que parece ser el descrédito de novedad.  

Pero, queridos lectores, pregúntoles ahora a ustedes: ¿no será que estamos perdiendo la perspectiva? 

No vayamos a descuidar los pesos por cuidar los centavos, o dicho de otra manera: no vayamos a confundir las batallas auténticas con las batallas de pose. 

Porque entre Sepalabola y Sepalachingada lo que sí sería importante saber es dónde quedan la sensatez y la madurez de nuestras luchas.  

@AlmaDeliaMC 

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Alma Delia Murillo

Es escritora, autora de los libros Cuentos de maldad (y uno que otro maldito) y El niño que fuimos bajo el sello de Alfaguara; Las noches habitadas (Editorial Planeta) y Damas de caza (Plaza y Valdés). Colabora en El Reforma, The Washington Post, El Malpensante, Confabulario de El Universal, Revista GQ y otros medios. Desarrolla guiones para cine y teleseries. Autora de las audioseries y podcasts en Amazon Audible: Diario la libro, Ciudad de abajo, Conversaciones, El amor es un bono navideño.

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