El siguiente es un fragmento del libro Quemar el miedo, del colectivo LasTesis publicado bajo el sello de editorial Planeta. Retomo sus palabras brillantes y precisas porque dicen lo que está pasando con una lucidez hiriente; y porque, como dice la pieza de la pintora Paola Pineda, merecemos otra historia, pero hoy sólo podemos contar esta:
Tenemos rabia. Rabia ante la invisibilización constante de nuestros abusos. ¿Porque casi todas las mujeres que conoces han sido víctimas de abuso y los hombres no conocen a un solo abusador? Porque no lo ven. Porque en su privilegio nuestra sangre es invisible.
Cuando éramos chicas nos tocaron muchas veces en la calle, y vivimos en carne propia el acoso impune. Nos agarraron el culo, nos frotaron el pene en un bus. Nos besaron a la fuerza. Nos denigraron. Nos abusaron de niñas, jóvenes y luego adultas; borrachas y sobrias. Una vez, mientras nosotras caminábamos por Valparaíso, salió un tipo de entre los matorrales y gritó: “te gusta que te lo metan por el hoyo. ¡Corre, perra!” Y no quedó otra alternativa más que correr. Y ese acoso que es invisible para muchos, lo vivimos todos los días sin poder denunciar.
Nuestro testimonio siempre está en tela de juicio, siempre es cuestionable, dudoso, nunca es suficiente. La presunción de inocencia arrasa con nuestra verdad la impunidad del abuso, de la violación, está normalizada y la revictimización constante es insoportable. Aun así, nos odian cuando salimos en masa a decirles que ya no toleramos su maltrato, violencia y tortura.
Han herido, han castigado emocionalmente, han minimizado, le han tratado de explicar situaciones laborales o académicas a alguien como si fuera inferior. Han perpetuado la brecha salarial. Se han burlado y han negado las subjetividades e identidades que no corresponden al binarismo patriarcal.
El patriarcado es un juez que nos juzga por nacer. Nacer con vulva o sin ella, nacer disidente en el más y menos amplio de todos los sentidos, nos enlaza funestamente a la brutalidad. Todo lo que el patriarcado toca lo convierte en brutalidad. Y nosotras sabemos que pueden seguir inventando formas aún más crueles de matarnos.
Los supo Lucía Pérez, una joven Argentina de 16 años a la que violaron, empalaron, drogaron y torturaron hasta la muerte. La justicia condenó a los acusados de su asesinato solo por venta de drogas y descartaron cualquier ataque sexual en su contra.
Lo supo Jesica Tejeda cuando tenía 34 años. Juan César Augusto Huaripata, su pareja, la asesinó de 30 puñaladas en Rosales, Perú. Pero no sólo supo Jesica, sino que también todo su barrio, porque cuando acudieron por ayuda a la comisaría, que estaba solo a 200 metros, la policía tardó una hora en llegar. Asesinaron a Jesica y también a su hijo de 15 años. El feminicida incendió la casa para intentar borrar las huellas.
Lo supo Brenda Micaela Gordillo, de 24 años, a quien su pareja, Naim Vera, asesinó en Catamarca, Argentina, solo por el hecho de estar embarazada. Para que nadie descubriera el crimen, él cocinó los restos de Brenda en una parrilla.
Lo supo Nicole Saavedra, lesbiana, en Limache, Chile. Tenía 23 años cuando Víctor Pulgar la secuestró, violó, torturó y asesinó, viviendo impune por más de 3 años gracias a la desidia y negligencia judicial.
Lo supo Ámbar Cornejo, en Villa Alemana, Chile. Tenía 16 años y la pareja de su madre, Hugo Bustamante, la violó, asesinó, descuartizó y enterró debajo de la casa; un hombre que antes había asesinado a otra mujer y a su hijo. Sin embargo la justicia lo liberó 17 años antes de que cumpliera esa primera condena.
Lo sabemos todas las mujeres del mundo, porque no caminamos tranquilas por las calles. Porque si nos violan, nos apuntan como culpables. Porque los sistemas de justicia son inoperantes y las precarias medidas de protección que ofrecen frente a un agresor nunca son suficientes. Porque los candidatos a presidir los gobiernos se llenan la boca con eslóganes sobre igualdad, pero no plantean soluciones estatales para detener los feminicidios.
Porque es mentira que nos protegen, porque es mentira que nos quieren vivas. Lo vemos cuando rechazan la educación sexual integral. Lo vemos cuando rechazan el cambio sociocultural y político que necesitamos para abolir las opresiones y violencias de género.
Todas las mujeres que mencionamos antes murieron o tuvieron juicios en los últimos dos años y son solo ejemplos de la barbarie que cruza a este sistema; cifras que la sociedad patriarcal se niega a retener, porque no es difícil de leer si sólo nos fijamos en el año 2019. México: 916 muertas. Perú: 168 feminicidios Brasil: 1314. En Honduras, 55 mujeres fueron asesinadas en los primeros 6 meses de confinamiento por el covid-19.
¿Quieren hablar de un virus que se propaga sin cura? Nos están matando.
Lo supo Ingrid Escamilla, una joven mexicana de 25 años a quien su pareja, Eric Robledo, asesinó y desolló. Expusieron su cuerpo mutilado en los medios de comunicación y un video con el relato de su feminicida ayudó a victimizarlo. Los medios aún no aprenden a relatar de qué forma nos asesinan. Las fotos denigraron todavía más su partida y otros hombres se dieron el tiempo de postear bajo las imágenes de su cuerpo mutilado: “qué hermoso el odio consumado, qué belleza de imágenes, qué delicia de homicidio”.
¿Todavía quieren saber porque tenemos rabia?
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Que fuerte y que verdadero. La rabia ante el acoso y el silencio es enorme