
Un texto de Juan Pablo Estrada Michel
Felices los imprevisibles.
De ellos será el infierno de los otros.
Ida Vitale, Léxico de afinidades
Ni inocentes ni culpables,
corazones que destroza el temporal,
carnes de cañón.
-Joaquín Sabina, Amor se llama el juego
Veo una silueta recorriendo las grises calles de Nueva York, calladas y plenas de bruma, de humos que se suspenden y flotan sobre el asfalto tras surgir de alguna alcantarilla.
Apenas distingo esa figura distraída, que pasa intermitente bajo tenues triángulos de luz y a través de túneles obscuros, como cruzando la nada.
Conforme avanza es posible asegurar que se trata de un hombre con su gabardina clara. Sus pasos lo deslizan por aceras desiertas de la que, por momentos, es la zona más concurrida de la ciudad. Pero no en estos tiempos, no a estas horas.
Me es imposible precisar su cara, la cubren las solapas de esa gabardina que empieza a brillar por la escarcha. Se agacha un poco. Entonces logro distinguir el movimiento de su brazo derecho, que ha salido del bolsillo para encender un cigarro, para generar el humo que seguirá camuflando su rostro. De su andar queda la impresión de que ya son varios los cigarros consumidos y amplias las calles recorridas. Pero no se ve cansado, hay demasiado que pensar.
Como si se tratase de una historieta, de un comic urbano, de pronto puedo leer sus pensamientos en una especie de nube, una burbuja ondulada que se posa sobre él, que delinea el humo y se conecta con su cráneo, cuyo resplandor empieza a notarse. Con cada pisada me resulta más evidente que el sujeto ha vivido más de 40 años y que se encuentra sumergido en alguno de ellos, sin darse cuenta que su mente se ha vuelto vulnerable a este chismoso.
No parece ir conectado a ningún dispositivo, aunque no es posible ver sus oídos ni notar si los copan algunos audífonos. No sería extraño que los portara, pero sí me lo parece que ni siquiera se inmute por no estar enlazado con otro espacio, con un lugar diferente del que ahora recorre al mismo tiempo en que no sabe dónde está.
Cuando su cara se alumbra tras la última bocanada, se conoce que hay huellas de tiempo y creo que gestos de culpabilidad, aunque adivino que no permite en su cabeza más frase que un “soy inocente”.
“Soy inocente”. Es un clamor reiterado, tanto que se me antoja falso. Es natural al género humano sospechar de aquel que afirma su propia inocencia, al grado que las leyes nos obligan a presumirla.
El hombre voltea hacia los edificios que lo rodean, como adivinando las puertas de los departamentos internos. Creo que se pregunta si detrás de ellas hay gente que no sólo las usa por privacidad sino para esconderse; personas tan culpables como él y que, al oír cualquier ruidillo proveniente del corredor, se apartan de las puertas con el temor de que pudieran abrirse, que piden al cielo que se trate sólo de un ruido de paso.
Mientras sigue su camino, otro caminante se cambia de acera. Sé que si lo pudiera oír, sabría que se apena porque el otro lo ha evitado. Junto al deseo de evitar un roce y el más mínimo choque de cuerpos, le pesa el frecuente rechazo neoyorkino. En esta ciudad no hay contacto físico por el miedo general de sufrir un abuso, de quedar como un tonto; por la necesidad defensiva de hacer oídos sordos para no caer en algún engaño.
Avanza unos metros más. La lluvia se hace presente y él busca protegerse más con la gabardina que ya resulta insuficiente. Es gris, como todo a estas horas. Su cara de inocente sigue ahí pero algo en el gesto me dice que sufre, acaso por un cariño no correspondido; tal vez negado por una culpa que, como todas las culpas, apendeja. Levanta los ojos buscando las nubes agresoras. Mientras las pequeñas gotas que caen lo incomodan, puedo distinguir sus expresiones de reproche por sentirse mejor que aquél por quien ha sido cambiado. Me reflejo. ¿Por qué será que la gente se niega al amor? ¿Es tan difícil que volvamos a creer?
Veo sus ojos. Me parecen típicos de un hombre maduro. Mientras lo pienso, los clava en los míos. Es como si cada uno viera a través del otro, por un instante con pretensiones de no terminar.
Me vence. Me descubre. Me presume culpable. Lloro en silencio. No quiero que oiga ni un sollozo. Soy inocente, murmuro.
Es curioso. Aunque no carga con un dispositivo de música y parece haber olvidado que existe el teléfono celular, mientras el hombre toma asiento en una escalinata, me percato que está tarareando una vieja canción de Billy Joel. Y empiezo a cantarla yo también.
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