Llovía, serían cerca de las doce de la noche del miércoles 4 de agosto de 1999, las puertas de la cantina chillaron al empujar la espalda de un sujeto que podía haber sido cualquiera. Un golpe a cada costado, en sincronía imperfecta.
No es que el impacto hubiera sido demasiado fuerte, pero fue suficiente para que con todo y su traje gris —que hacía juego con un tímido bigote— el hombre de cincuenta años cayera de bruces a la entrada del lugar. No metió ni las manos y su frente golpeó el tapete del local que parecía burlarse con su “Bienvenidos a la Reina”. Un mesero diligente le ayudó a incorporarse.
Como pudo se limpió la frente con el antebrazo izquierdo, dejando el viejo saco más arrugado y sucio. Tomó una bocanada de aire, tronó la boca pastosa y apuntó a la mesa de la esquina. Algo en su gesto indicaba que se sentía en casa.
Simulando el hartazgo, el mesero lo escoltó al sitio elegido y le acercó una silla. Sin preguntar qué quería, le puso un plato con cacahuates del depósito común que tenía a mano y se dirigió a la barra, donde el cantinero tenía listo un vaso de agua mineral. Lo que ingiriera parecía ser lo de menos, el hombre sólo quería estar ahí y matar algo, tal vez el tiempo. Cuando le trajeron el vaso lleno, el habitué levantó la mirada, observó la bebida y agradeció con desdén. Con voz rasgada pidió que le trajeran una hoja. Apuró el agua. Mostraba una sed ansiosa de agotarse a tragos. Sed triste, sed de derrotado como cualquiera. Sacó una pluma del bolsillo interno del saco con cierto cuidado y devoción, como si fuera un arma cargada, y la puso sobre la mesa.
Mis amigos y yo, como buenos chismosos, observamos la escena desde la mesa en que jugábamos dominó, habíamos dejado de atender la partida desde que el sujeto entró a tumbos. Después de varias horas ya nadie tenía interés real en el juego y, como yo, hacía rato que sólo matábamos el tiempo para evitar el camino a casa.
Como sea, tan pronto como el mesero entregó una hoja al cliente solitario, éste se sintió observado y volteó hacia nuestra mesa, hostil. Lo vi a los ojos y, aunque mantuve la sensación de pena, me impuso respeto. No parecía tan perdido como creí, así es que como mirón avergonzado intenté que volviéramos a la ficha. “¿Quién sigue, cabrones?” Me dijeron que seguía yo. “Paso”. Carajo.
— Pobre, no ha de saber ni quién es ni dónde está. Se ve deprimido— les dije. —Se puso a escribir una carta o un pensamiento. Ha de ser un artista callejero, poeta o requinto de un trío abandonado.
— No’mbre, apostaría que es un godínez pedo, un contador mal pagado de una tienda de abarrotes, que está haciendo sus cuentas. Le dio hueva a la secre con la que salió a comer. O lo acaban de correr, jaja.
— No, güey, tiene tipo de profe de secundaria, de esos frustrados de mala cara y peor pedo. Nada más ve el pinche trajecito. Está planeando a quién chingar mañana en la cruda. Como Carmona, ¿se acuerdan cómo jodía? “A ver señores ya cállense, respeten la fila, distancia por tiempos…”.
La plática de recuerdos de secundaria despegó. Nos reímos como entonces, criticando todo y exagerando como niños. Se nos olvidó el juego y la hora, no importó que ya hubieran levantado el resto de las mesas y cerrado las cortinillas de la cantina.
Hasta que el profesor se levantó con pesadez. Le dijo algo al cantinero, le firmó un cuadernito y se guardó un sobre. Se acercó a nuestra mesa.
— Mucho trajecito y peinadito, pero de dominó no tienen idea, estuve anotando sus pésimas jugadas, ahí les van corregidas, a ver si aprenden.
Aventó la libreta sobre nuestra mesa, lo miramos pasmados.
— Para eso me gustaban, los deprimidos por llegar a sus casas son otros. Aquí está su cuenta que yo invito, pero ya se me largan, por favor. Además de imbéciles, desconsiderados. Los que trabajamos cerramos hace rato — dijo al caminar hacia la salida.
Hizo una pausa.
—Que no sé de dónde vengo o voy, ya parece, pinches clientes mamones.
*
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